Hay
semanas que, sin intención, se convierten en semanas temáticas. Y esta semana
hemos vivido la semana de la escopeta nacional. Casi tan esperpéntica como la
película de Berlanga. Nada hacía pensar en la tradicional misa palmesana del
domingo de Resurrección los oscuros presagios que se abatían sobre la Familia
Real en la subsiguiente semana de Pascua.
El
disparo en el pie del díscolo Froilán,
perdón, Felipe, fue todo un aviso. Teniendo en cuenta el pasado de nuestro
monarca más le valdría haberse alejado él, y toda la familia, de las armas por
siempre jamás. Como la Bella Durmiente de las ruecas, vaya.
Porque
las armas las carga el diablo y el preadolescente infante ha metido en un buen
lío a su marginado padre. Y a los demás, por extensión. Pero su intención era
buena: avisar al abuelo para hacer que volviera corriendo del país africano al
que voló (o se escapó) recién acabada la misa.
No hizo
caso el abuelo y ni apareció por el hospital a ver al incipiente cazador. Y
siguió a lo suyo, en paradero desconocido (o poco conocido) y sin dar señales
de compasión por su nieto. Mientras, los titulares en España se sucedían:
“Froilán y la prima de riesgo se disparan” (genial, pero no es mío).
Y pasó
lo que tenía que pasar: no fue mientras mataba elefantes (que’ anda que amos’)
sino en un resbalón en la residencia africana (versión oficial). De repente,
todos nos despertamos con el Rey operado de la cadera después de volar desde un
lugar al que nunca debió ir.
No le
ayuda nada el calendario: la información se publica en el día de conmemoración
de la II República. Más argumentos en contra de la temblorosa institución. Y,
en el aire, la pregunta que no entiende de monárquicos o republicanos: ¿resulta
responsable salir a escondidas del país en un momento como este para gastarse
una fortuna en matar animales amenazados? Yo a la que entiendo es a la Reina:
tampoco hubiera aparecido. Al menos hasta que se me pasara el cabreo.
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