Me acerco al cajero de forma automática (desde luego, cuando
me pongo con los juegos de palabras no tengo fin…) y casi me da un algo al
creer que estoy frente a una tragaperras, tal es el despliegue de luz y color
de la máquina infernal.
Además, después del simulacro de síncope, no se le ocurre
finalizar nuestro breve encuentro más que con un terrible mensaje: el límite diario
de mi tarjeta excede mi efectivo disponible… y estamos a veintipocos.
Entro a comprar el sobre de burbujas que ha provocado la
extracción de los veinte euros de rigor para hacer el envío absurdo de turno. Mientras
me pierdo por los pasillos, oigo al niño chino luchar por aprender una poesía
sobre el viento y la luna y no puedo evitar caer en un estado previo a la
nostalgia.
Cuando uno tiene esa edad tiene la certeza de que el dinero
es algo que sirve para comprar chuches y juguetes y que aparece cuando se
necesita en el monedero de las madres o en la cartera de los padres. Nada
parecido a los mensajes contradictorios de mi cajero.
Por no hablar de la frustración que aparece cuando los Reyes
Magos deciden que ya has alcanzado esa edad en la que tienes que salir de su
nómina. O, cuando ya has asumido ese olvido, resulta que tu amigo invisible de
este año se ha equivocado y te has quedado con cara de póker y sin nada
mientras todos abren sus paquetes. Y, para redondear, te llaman para decirte
que tu nombre no aparecía en la remesa del mes y que, si eso, ya cobrarás el
mes que viene.
Cuando tienes la edad del niño que repite la poesía no te
planteas que un día te sacarán de su lista los Reyes o que tendrás que utilizar
gran parte de tu tiempo en conseguir que el dinero encuentre el camino hacia tu
cartera. Ni que no puedes comer lo que quieras porque estás a dieta permanente
por peso o por colesterol. Ni que no puedes ver lo que quieres en la tele
porque eres cualquier cosa menos dueño del mando.
Cuando aprendes poesías sobre el viento y la luna crees que
hacerse mayor es otra cosa. Pero no: era esto.
Por cierto, ¿hay viento en la luna?