domingo, 27 de enero de 2013

Amy



Ella va a ser la única pseudohispana capaz de derrocar a Carrie (“Sexo en Nueva York”) en mi modelo vital. La norteamericana, con una columna semanal en un diario, es capaz de vivir en Manhattan, vestir de Prada y calzar de Blahnik.  

La columnista de la fundación del PSOE no llega a tanto glamur, pero vaya semanita gloriosa nos está dando. ¿Será ella o su marido de vaivén? ¿Quién de los dos llegó a cobrar tres mil euros por una columna? ¿Quién de los dos era capaz de hablar de literatura comparada, calentamiento global y filosofía humanista?

Cualquiera de los dos, Carlos o Irene Zoe, el que fuera finalmente Amy Martin, era realmente muy culto o manejaba la wikipedia con gran soltura. Y muy listo para hacerse pagar las cantidades que se han barajado. Y amoral. ¿Qué más da que el dinero venga de una fundación dedicada a fines más elevados? ¿A quién le importa? Si Amy anda caliente, que se ría la gente.

Tan estrambótica historia nos hace replantearnos todo lo que nos rodea. ¿Realmente todos necesitamos de un desdoble de personalidad así para realizarnos intelectualmente? Irene Zoe incluso se planteaba, si ella es Amy, analizar de aquí a unas décadas cómo había evolucionado la literatura creada por Irene y cómo la de Zoe.

¿Esquizofrenia? ¿Bipolar? No sabría yo decir. Pero o se le va un poco la pinza a esta señora que algunos tachaban de renacentista o lo creativo que hay que ser ahora para sacarle los cuartos a los partidos políticos con cierto gracejo.

Nos ha dado chispa, Amy. Casi se nos han olvidado las treinta mil hectáreas de Bárcenas en Argentina. Un clavo saca a otro clavo, pero claro, este es más bien anecdótico, esperpéntico, ridículo… El ingenio humano destinado a  producir refritos y venderlo a precios de beluga al primer partido que se despista. ¿O será algo más profundo?

Sea lo que sea, gracias, Amy: ya tenemos una columnista patria de referencia a la hora de marcarnos el objetivo de vivir de lujo sin pegar ni chapa. ¡Ciao, Carrie!

jueves, 24 de enero de 2013

La piel de naranja


(Publicado el 22 de diciembre de 2008)

Por esos extraños mecanismos de recuerdos involuntarios en estos días han reaparecido escenas que se fueron acumulando en la memoria desde bien pequeña.

Cada día, en vacaciones, después de comer en casa de los abuelos, las pieles de naranja, melón, mandarina… cada una en su temporada, no iban camino del entonces exiguo cubo de la basura.

Durante la sobremesa, mis abuelos se encargaban de convertirlas en cuadraditos uniformes, del tamaño justo para servir de alimento para las gallinas. De aquellos platos blancos metálicos, casi siempre algo desconchados y con borde azul, el desperdicio reconvertido en alimento iba directo al comedero del corral.

Pasaron los años, pero aquel pequeño ritual se repitió durante las sobremesas sobreviviendo incluso a las propias gallinas.

Eran aquellos ratos los que aprovechaba para preguntarles cosas de la guerra. Nunca me contaron cuentos para niños sino historias de hambre, de miseria y de miedo.

Cada uno luchó en un bando. Uno, incluso, en los dos. Pero lo que guardaron no fue rencor a los del otro lado, sólo esas historias de momentos duros en los que se luchaba contra el frío y el hambre con alpargatas y sin recursos.

Nunca transmitieron el odio hacia un rival que sólo lo fue por circunstancias. Algunos lucharían por ideales, pero los más lucharon por llegar vivos a la siguiente etapa de sus vidas.

La experiencia les hizo fuertes como para superar los difíciles años que vinieron después con el ánimo suficiente para formar una familia y sacarla adelante. Con trabajos mal pagados y con el mismo horario que el sol.

Algunos tal vez vivieran con odio hasta el final de sus días, pero los más eligieron pasar página y con su especial forja consiguieron que llegásemos a lo que ahora somos. A tener la sociedad que tenemos. ¿Para qué despertar los fantasmas del pasado justo ahora, cuando más necesitamos de todo nuestro empuje para salir adelante?

miércoles, 23 de enero de 2013

Desconfianza



Hace mucho tiempo que no me fío de ellos. Me he dado cuenta de que me utilizan a través del único papel mío que realmente les interesa: mi humilde voto. Una vez depositado en la urna creen que tienen patente de corso para hacer lo que les venga en gana. Y me olvidan.

Para muchos el desencanto no ha llegado a tanto, no se creen olvidados y creen que la cosa va por barrios. Se frotan las manos ahora los socialistas viendo cómo los dineros de los populares están bajo sospecha. De los políticos de ese lado, lo entiendo: por lo menos disponen de unas semanas fuera del centro de la diana. Pero de los votantes, no: ¿por qué olvidamos los casos de corrupción tan rápidamente cuando los corruptos son de los nuestros?

Es más, ¿cómo que “de los nuestros”? Ni unos ni otros. Ni derechas ni izquierdas. Ni españolistas ni nacionalistas. Todos nos han mentido. Todos han jugado con nuestra ingenua ilusión de una mañana de domingo cuando hemos ido a votar con el ánimo de construir algo mejor. 

Pero, todo hay que decirlo, ellos sí que han conseguido construirse algo mejor, pero solo para sí. Justo lo contrario de lo que se espera de alguien que dedica su vida a sus conciudadanos. Bueno, han arreglado la vida de los más próximos, eso sí. Y los demás que arreen.

Esto suena más a enfado irracional que a análisis político racional. Lo sé. Pero ante conductas tan aborrecibles de uno y otro lado y durante tantos años, ¿qué nos queda? ¿Ese muchacho de nuestro pueblo que sabemos que sí se ha dejado los cuernos intentando mejorar las cosas? ¿Aquél idealista que no llegó a nada porque no aceptó la práctica de los sobres?

Para cada uno de esos conocemos a otros cien que han hecho de la política una carrera profesional en la cual ganar un sueldo y diez de ellos que han buscado atajos para enriquecerse gracias a los puestos para los que los elegimos.

Sí, no es muy racional. Pero la desconfianza es lo que tiene: al final, cabrea.

miércoles, 16 de enero de 2013

Violada




Entre los múltiples horrores de los que el ser humano es capaz, sin duda hay uno que en el cuerpo a cuerpo gana a los demás, dejando por delante solamente la crueldad de la muerte asestada por manos ajenas.

La violación, el acceso no consentido y violento a lo más íntimo, es deleznable. Repugnante. Miserable. Infame. Se me ocurren todos los adjetivos que llevan asociado horror, rechazo, vejación, humillación… Y tengo miedo de quedarme corta.

Por eso, cuando llegan noticias del otro lado del mundo en el que se reproducen violaciones en grupo que bien podrían haber protagonizado las peores gentes sin alma del Medievo no cabe sino preguntarse: “¿Es este el mundo que hemos creado?”.

Tanta tecnología, tanta ciencia, tanta filosofía para acabar escuchando día tras día cómo en uno de los países que van a liderar el nuevo orden mundial la mitad de la población escucha impasible los relatos de violación múltiple con resultado final de muerte.

Es cierto que parte de la población se ha rebelado y protesta, pero este primer mundo sin conciencia ha sido capaz de crear un país emergente lleno de personas que hablan un magnífico inglés, programan estupendamente, pagan y viven miserablemente y no tienen, como nosotros, conciencia.

Las mujeres no han dejado de ser en ciertas culturas ese personaje de segunda dedicado a perpetuar la estirpe del macho que dispone de ellas en cualquier forma y circunstancia. Sin derecho a réplica. Sin derecho a ejercer su libertad ni siquiera sobre su cuerpo.

Porque, ¿qué grupo de seres humanos es capaz de planear semejante acto? O, peor, aún, de sumarse al festín de horror carnal sin pensar que la víctima es algo más que un sexo accesible bajo una fuerza brutal.
Desde luego, nuestra sociedad no avanza. Recula. Los países sobre los que va a recaer el peso de la economía en un futuro inminente han recibido toda nuestra influencia de capitalismo salvaje. Se nos olvidó explicar la lección de la conciencia, la libertad y los derechos. Casi nada.

miércoles, 9 de enero de 2013

Piadosas



Mentir no es bueno. Vaya eso por delante. Conlleva engaño y, sobre todo, requiere de una gran memoria para evitar daños colaterales y consecuencias desproporcionadas. No vale la pena.

Pero no es menos cierto que la sinceridad está sobrevalorada. Sobre todo porque tenemos la manía de presentarla desnuda, sin artificios, sin cuidar las formas. Como si así el vertido de sinceridad fuese más auténtico. Sin pensar que solo conseguimos con esa brusquedad generar cierto rechazo a la verdad. Y así iniciarnos en el cómodo y frágil camino de la hipocresía.

No hay más que oír una conversación entre mujeres: “¡Hola, guapa!”, solemos comenzar. Claro, es mucho más fácil empezar así una conversación que con un “Pero hija, ¿cuántos días llevas sin dormir?” o “¿Cuánto hace que no visitas a tu peluquero?”.

Por supuesto, esta hipocresía social no es potestad exclusiva de las mujeres y en entornos mixtos o masculinos se da con conversaciones igual de poco trascendentales sobre temas banales que, al final, nos hacen la vida más llevadera y nos permiten vivir con una expresión más sonriente que si paseáramos sin recato con la verdad sin tapujos.

¿Es eso mentir? ¿O es solo cuestión de supervivencia social? Se trata de la necesidad de establecer unos límites dentro del entramado normativo social. Por mejorar la convivencia.

Al igual que las mentiras piadosas que cada día nos vemos abocados a desgranar para evitar conflictos. ¿Quién no ha recibido una llamada de una compañía telefónica y ha interrumpido el segundo argumento del operador con un falso “tengo permanencia”? ¿Quién no responde a una oferta de seguros con un “es que trabajo en una aseguradora”?

Pequeñas mentirijillas que evitan pérdidas de tiempo a los operadores y confrontaciones sin más resultado que el mal humor a los receptores asaltados por esas llamadas no solicitadas. Optar por la brutal sinceridad (“no me interesa en absoluto lo que me está diciendo”), la verdad, a veces no lleva a ninguna parte.