martes, 25 de noviembre de 2014

¿Insociable?

Con “o”. No con “a”.

Pues eso, ¿alguna vez se ha mirado a sí mismo y ha descubierto ciertos rasgos de insociabilidad? 

Por ejemplo, ¿es de esos que prefieren comer solos mientras leen el periódico?, ¿de los que los fines de semana permanecen desaparecidos (incluso en whatsapp)? ¿Desde el primer día de matrimonio estableció que lo de comer los domingos con los suegros era claramente opcional con tendencia a no? ¿Siempre tiene una excusa ante un plan propuesto en su entorno laboral/familiar/amistoso?

Si ha respondido sí a al menos una de las preguntas, presenta síntomas que pueden hacerle aparecer a ojos de los demás como un insociable… y usted lo lleva tan ricamente. Vamos, que le importa un comino.

Aunque hay grados y algunos hasta viven (¿vivimos?) camuflados en sociedad y haciendo vida normal, se avecinan malas fechas, incluso para los casos menos graves.

Antes de que nos demos cuenta, ya tenemos ahí la cena de departamento, la comida de empresa, la cena con los cuñados, el roscón con los amigos, la quedada por la lotería con los del instituto… ¡Socorro! A ver cómo hacemos para salir airosos. Y con buena cara, por supuesto.

No, la excusa de una gripe de cinco semanas no nos lleva a ninguna parte. Tampoco un compromiso anterior (“Hay más días que longanizas, el día que te venga bien, hombre”, todo son facilidades). Hay que ser valientes y afrontar.

Y así un día. Y otro. Y el siguiente. Arriba los kilos. Arriba el colesterol. Y, para redondear, la cuenta corriente, temblando. Porque al menos la mitad de los homenajes navideños exigen el paso por caja y los menús del día en plena parada técnica. Por todo lo alto.

¿Aguantar al compañero pesado con dos vinos de más? ¿Oír que su cuñado gana más, trabaja menos y que se lo recuerde en dos de cada tres intervenciones? ¿Constatar que los compañeros del instituto tienen más pelo y menos tripa?...

Si usted no era insociable al empezar a leer estas líneas, quizás llegado este párrafo ya se lo esté replanteando.


Un consejo: no es el momento. La cosa es inevitable e inminente así que relájese, engorde y disfrute. Ya llegará la hora del desquite.

martes, 11 de noviembre de 2014

Cosas de niños



Aunque sea un montaje, acabo de ver las imágenes de un niño sirio corriendo bajo las balas, hacerse el muerto, levantarse, seguir corriendo y llegar hasta donde estaba una niña más pequeña y salvarla.

Pone los pelos de punta desde los tres puntos de vista. El del cámara que observa la escena de una guerra cruel e injusta como todas. El de los que disparan. Y el de los niños. ¿No es espeluznante ver cómo se atenta contra unos niños a bocajarro? Como están lejos, parece que las balas duelan menos. Triste mundo este en el que no importa la vida de los niños cuando no son del primer mundo.

Más cerca, una madre es detenida como presunta asesina de su hijo y varias informaciones sobre abusos nos meten el miedo en el cuerpo. Tampoco me sirve como excusa una enajenación mental, transitoria o patológica, o pensar que “la droga es muy mala”.

Sí, los niños son protagonistas de miles de historias de cada día. Y por su debilidad, suelen aparecer en el papel de víctimas de pederastas, maltratadores, fanáticos…

Pero no solo son víctimas. Tanta educación sobreprotectora (importante el matiz de “sobre”) puede convertir a los angelitos en tiranos e, incluso, verdugos. Si la adolescencia la extendemos en algunos casos hasta la trentena, la infancia (a ojos de los padres) parece que puede llegar hasta los veinte.

Me cuentan algunos profesores casos de mamás (no me sale “madre” en este contexto) que van a recoger a chavales (mayores de edad) en prácticas dentro del horario laboral porque el chico “tiene frío”.

Por no hablar de los desmanes de los grupos de (mayoritariamente) madres en whastsapp. Desde el intercambio de páginas de libros olvidados en las aulas hasta preguntas insidiosas para intentar menoscabar la imagen del profesor: “¿No creéis que ponen demasiados deberes?”, “¿Alguien más le ha oído insultar a un niño?”, “¿No os parece que sus métodos no son los más adecuados?”.

Aquí los niños envenenan (por supuesto, a veces las denuncias son ciertas y hay que actuar) cuando los deberes se les ponen cuesta arriba o cuando han perdido un tira—afloja con el maestro y las, otra vez, mamás van creando la mala reputación del profe.

Sí, las cosas de niños tienen varias caras. Y casi todas se parecen a lo que les hemos enseñado.

jueves, 6 de noviembre de 2014

El día cruzado

Hay días tontos. Días que, afortunadamente, pasarán al olvido y nunca volverán a ocupar más espacio en nuestras vidas ni siquiera en forma de recuerdo.

Sí, una auténtica lástima. Si hace una semana hablábamos del valor incalculable del tiempo, ¿hay mayor despropósito que dar un día por perdido? Pues puede que no, pero la única alegría que nos pueden dar esos días cruzados es que, al final, se acaban. Igual que los buenos.

Ya lo sé. Vivimos en un mundo lleno de injusticias, de sinvergüenzas y de desgracias. ¿Cómo puedo permitirme el lujo de quejarme por un día en el que, simplemente, no quedará nada para el recuerdo y, si queda, tenderé a borrarlo conscientemente negándome, por ejemplo, a releer estas líneas?

Pues puedo porque sí. Porque es lo único que me queda después de haber caminado 10289 pasos recorriendo un total de 7,91 km. ¿Y qué he adelantado? Nada.

Mi maldito smartphone me proporciona estas cifras que yo no le he pedido tal vez para regodearse de mí: parezco aquel dibujo animado que no deja de correr sin conseguir ir a ninguna parte.

Ya lo sé: he recorrido casi 8 km. Y con tacones. Pero, definitivamente, no he conseguido adelantar nada. Las injusticias siguen a mi alrededor (sobre la mayoría, francamente no me veo capacitada para actuar), los sinvergüenzas continúan proliferando a pesar de tener los focos apuntándoles a los ojos (nada que hacer sobre este aspecto) y este mundo está lleno de desgracias sobre las que nadie puede hacer nada (llamémosle destino).

Sí, ya lo sé. Hay muchos días calcados al anterior, que dejamos pasar sin más. Sin exigencias y sin reproches. Pero los días cruzados nos meten el dedo en el ojo con retintín. Si quieres llegar pronto a trabajar, pierdes el autobús. Si quieres llamar a esa amiga que lo está pasando fatal, te quedas sin batería. Si quieres hacer algo sensato, acabas metiendo la pata cual patán. Y así todo el día.


En fin. Tal vez sí relea este texto cuando otro día, a media mañana, ya vea que la cosa pinta mal. Tal vez aún tenga tiempo de enderezarlo y los diez mil pasos de ese otro día sí me lleven a alguna parte. Y no lo daremos por perdido.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Menos tiempo

“Gracias a la vida porque lo he tenido todo”.
Llevo más de una semana con esa frase dando vueltas en mi cabeza y sin poder evitar que las lágrimas amenacen con escaparse. La escribió alguien a quien no conocí y sé que no soy la única en quien produce este efecto.
Es curioso el poder de la palabra. Te permite sentirte cerca de alguien que ni siquiera está entre nosotros y de quien en vida ni oíste hablar. Alguien que, entre tanto miserable como nos rodea te hace reconciliarte con el ser humano y pensar que, entre tanto hedor y tanta mediocridad, hay personas íntegras, generosas, honestas… buenas.
Porque alguien como José Luis Abós, a quien la vida se le escapa prematuramente y que es capaz de cerrar su carta de despedida con un “Gracias a la vida porque lo he tenido todo” te hace replantearte todas tus miserias diarias, el alcance auténtico de tus preocupaciones cotidianas y la profundidad real de lo que te rodea.
¿Qué nos enfada en nuestro día a día? ¿Qué intrascendencias nos impiden disfrutar? ¿Qué nimiedades nos acaban quitando el sueño? Acabamos dando trascendencia a cosas sin importancia y desviamos la mirada de lo que realmente nos hace felices: nuestra familia, nuestros amigos, ese trabajo vocacional tal vez esté mal pagado pero te hacía disfrutar cada día y que tal vez abandonaste por un supuesto éxito social que no te llena…
Qué importante es estar con quien quieres estar, en el lugar en que quieres y haciendo lo que te hace sentir bien. A gusto con tu conciencia. Pero la vida es traicionera y te envuelve en su vorágine de necesidades innecesarias, de supuestos afectos realmente tóxicos y de paripés hipócritas que al final te acaban robando lo único que importa: el tiempo.
El tiempo es la única renta realmente valiosa. Quemamos la vida sin conocer cuál es nuestro crédito y solo cuando se nos pone de frente el saldo restante aprendemos a valorarlo y decidimos con criterio cómo usarlo y con quién. Somos finitos, no eternos.

Sí, José Luis, la vida te lo dio todo. Menos tiempo. Y tú fuiste tan noble que, aun así, supiste agradecerle lo bueno y dejarle adiós con una elegancia y una humildad que nos servirá a todos de ejemplo. Hasta a quienes no te conocimos. Gracias.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Otra vez deseable

Dentro de poco volveré ser deseable para los empleadores de este país. Después de la crisis (¿?), después de años rompiendo techos de cristal, después de continuas pérdidas de poder adquisitivo, por fin van a valer de algo veinte años de estudio y otros tantos de trabajo.

¿Se redescubrirá mi talento? ¿Ocuparé un puesto de responsabilidad? ¿Valorarán mi experiencia en diferentes sectores? ¿Y mi versatilidad y capacidad de adaptación? Yo que creía que rebasada la cuarentena iba a estar muy complicado lo de progresar en el mundo laboral y mira tú por dónde.

¡Ay, qué contenta estoy!

Espera, espera. No te aturulles. Rebobina. Que no es así la cosa.

Es mejor contratar a mujeres menores de 25 y mayores de 45 porque así queda solventado el “problema” de los hijos.

Claro, yo he sido una de esas temerarias que ha tenido hijos antes de los 40. Dos, para más señas. Reincidente. Inconsciente. Y mis empleadores han tenido que soportarlo y sufrirlo en sus carnes. Porque la maternidad en este país es un problema laboral.

¡Toma ya!

No sé cómo esperan que un país progrese si el hecho de que una mujer se quede embarazada supone para un empresario “encontrarse con el problema”. Y más si quien lo afirma es una mujer (por cierto, ¿tendrá hijos la susodicha?).

Imagino que el extracto de la desafortunada intervención estará descontextualizado hasta convertirlo en más desafortunado si cabe. Pero hay palabras que una nunca debería decir.

Después de años luchando para compatibilizar horarios imposibles, sin llegar a los festivales de Navidad, dejando hijos enfermos mientras te subes a un avión, pidiendo que te los recojan del cole in extremis amigas piadosas, ahora resulta que me queda poco para dejar de ser un problema y convertirme en carne de cazatalentos. Otra vez deseable.

Cruel paradoja si se suma a esta noticia el estudio que el Gobierno hacía estos días para establecer un subsidio para parados mayores de 45 sin prestación. En unos días he pasado de sentirme desahuciada en caso de quedarme en paro a pensar que esto de hacerse mayor puede ser una ventaja competitiva.


¡Qué tristeza! ¿Nunca valdremos las mujeres simplemente por lo que sabemos hacer? ¿Siempre insistiremos en autorrelegarnos y hacernos de menos? Como si la realidad no fuera suficiente.

lunes, 20 de enero de 2014

Era esto

Me acerco al cajero de forma automática (desde luego, cuando me pongo con los juegos de palabras no tengo fin…) y casi me da un algo al creer que estoy frente a una tragaperras, tal es el despliegue de luz y color de la máquina infernal.

Además, después del simulacro de síncope, no se le ocurre finalizar nuestro breve encuentro más que con un terrible mensaje: el límite diario de mi tarjeta excede mi efectivo disponible… y estamos a veintipocos.

Entro a comprar el sobre de burbujas que ha provocado la extracción de los veinte euros de rigor para hacer el envío absurdo de turno. Mientras me pierdo por los pasillos, oigo al niño chino luchar por aprender una poesía sobre el viento y la luna y no puedo evitar caer en un estado previo a la nostalgia.

Cuando uno tiene esa edad tiene la certeza de que el dinero es algo que sirve para comprar chuches y juguetes y que aparece cuando se necesita en el monedero de las madres o en la cartera de los padres. Nada parecido a los mensajes contradictorios de mi cajero.

Por no hablar de la frustración que aparece cuando los Reyes Magos deciden que ya has alcanzado esa edad en la que tienes que salir de su nómina. O, cuando ya has asumido ese olvido, resulta que tu amigo invisible de este año se ha equivocado y te has quedado con cara de póker y sin nada mientras todos abren sus paquetes. Y, para redondear, te llaman para decirte que tu nombre no aparecía en la remesa del mes y que, si eso, ya cobrarás el mes que viene.

Cuando tienes la edad del niño que repite la poesía no te planteas que un día te sacarán de su lista los Reyes o que tendrás que utilizar gran parte de tu tiempo en conseguir que el dinero encuentre el camino hacia tu cartera. Ni que no puedes comer lo que quieras porque estás a dieta permanente por peso o por colesterol. Ni que no puedes ver lo que quieres en la tele porque eres cualquier cosa menos dueño del mando.

Cuando aprendes poesías sobre el viento y la luna crees que hacerse mayor es otra cosa. Pero no: era esto.

Por cierto, ¿hay viento en la luna?