Los territorios de frontera tienen un no sé qué que los
convierten en zonas tan peligrosas como atractivas. Tan concurridas como
temidas. Una sensación de límite, de horizonte, de hito, envuelve la llegada de
los temidos, o anhelados, según se mire, cuarenta.
Cuando tiempo atrás llegó el momento de traspasar la línea a
los de nuestro entorno, vimos cómo cometieron estupideces encubiertas bajo la
fútil coartada de la “crisis de los cuarenta”. No nos dimos cuenta de que al
mismo tiempo diseñábamos nuestro futuro, ideando automática e involuntariamente
una imagen de cómo sería nuestra vida y cómo seríamos nosotros a esa edad.
Porque, mirando a nuestro alrededor, ese era el momento de
la vida en el que uno llegaba a ser aquello por lo que se le recordaría en el
futuro o ese personaje en el que se detendría cuando contase su propia historia
una vez retirado de la primera línea de lucha.
Pero los tiempos cambian y cuántos son los que hoy se
acercan, alcanzan y rebasan la frontera sin haber conseguido muchos de los
objetivos de estabilidad, éxito, aventura o rutina sostenida con los que soñó
décadas atrás.
Hoy se alargan los períodos de prórroga para alcanzar metas
y es así como la crisis personal se diluye, extendiéndose desde las
frustraciones y sueños del final de la adolescencia hasta los logros y derrotas
que nos acompañarán hasta el final. Aunque el hito, o la maldición, de los
cuarenta se mantiene. Y parece inevitable detenerse, evaluar y hacer balance.
Porque los cuarenta, por sociología o por biología, nos
acompañan como referente durante toda la vida. Y tal vez sea solo porque inconscientemente
se convierten en ecuador, en el límite que separa la primera mitad de la
segunda, en el momento en que tomamos conciencia de que no somos eternos y de
que deberíamos dejar de vivir como si lo fuésemos.