martes, 9 de abril de 2013

Pero no me llames



Tentada he estado de escribir sobre los niveles más bajos de ahorro familiar en décadas. O de que no acaban de cerrar cómo va a ser la dación en pago. O que a partir de mañana los yogures no caducan. Sí, sobre todo esto último me ha llevado a reflexionar sobre qué es verdad y qué es mentira de todo lo que nos cuentan.

¿Por qué hasta hoy, sí, y desde mañana, no?

Pero al final me ha podido un tema mucho más hormonal y acorde con la estación: cómo evolucionan las formas de contacto al inicio de una relación. Lo que en términos anticuados, o de etología si nos ponemos científicos, vendría a denominarse cortejo.

Una joven compañera se confiesa enamorada (o, más exactamente, ilusionada) de un joven de edad similar. Más cerca de los treinta que de los veinte. En esa adolescencia de hoy, tardía quizás, se viven las mismas inquietudes y ansias que en las de hace veinte años. Por no hablar de la angustia de la duda: “¿Se habrá fijado en mí? ¿Le gustaré?”.

Aunque hay cosas que no cambian, sí hay otras que han dado un giro radical. Cuando aún no había móviles, saltábamos cada vez que sonaba el teléfono en casa. “¿Será…?”. Y podíamos pasar una tarde entera esperando la dichosa llamada sin necesidad de que hubiera mediado siquiera roce previo.
El roce ha evolucionado al alza. No cabe duda. Y es fácil que hoy el primer contacto se produzca hoy antes de  cruzarse los números de teléfono. Pero no es eso lo que me ha llamado la atención. 

Ella espera volver a verlo. Espera su mensaje. No llega. Le digo, “Llámale” y me mira horrorizada: “Aún no le puedo llamar”. “¿Cómo?”, pregunto asombrada, intuyendo que ha habido bastante roce en el encuentro anterior.

Pues que ahora llamar es lo último. Lo que indica que se trata de una relación y no un pasatiempo es poder llamar. Al final, todo sigue igual, solo que cambiado de orden.

Sonriendo



Tal vez sea una de las palabras más bonitas que me han dicho. Y quizá quien la dijo no era consciente de ello. Resulta curioso: cuando disponemos de espacio infinito para hacer una descripción, hablar sobre un recuerdo o analizar una situación, resulta difícil llegar al corazón de lo que realmente queremos expresar. De tanto divagar, nos perdemos en las palabras y llegamos a la línea veintitrés, punto y final, sin conseguir decir lo que pretendíamos.

En cambio, cuando solo podemos utilizar una palabra, podemos despistarnos totalmente, alabar de forma innecesaria o, simplemente, decir algo inesperadamente bello. Tal vez porque cada uno interpretará esa palabra de forma acorde a cómo se siente en ese momento, a lo que quiere oír o a lo que ha vivido a lo largo del día.

“Sonriendo” es la palabra que utilizó un viejo compañero para resumir en una sola palabra cómo me había conocido en un experimento de los que circulan por internet. Y, imagino que sin pretenderlo, me emocionó. Francamente, me pareció maravilloso que alguien relacionara el momento en que nos conocimos con una sonrisa.

Tal vez para quien lo escribió no fuera tan trascendente. Pero sí para mí, porque creo que lo que recordamos, realmente, no es la imagen de un momento sino la emoción. La sensación que guardamos de ese instante es lo que queda.

Por eso, aunque parezca banal, poco trascendente, a mí no me lo pareció. Porque que alguien que hace años que no te ve haya guardado tu recuerdo “sonriendo” es, simplemente, bonito. Una de las mejores palabras para guardar el recuerdo de alguien.

¿Es lo que quiero oír? ¿Es lo que necesitaba en un día como hoy? ¿O es un acicate para seguir sonriendo a pesar de todo? Sea lo que sea, me gusta. Por todo lo que significa hoy, ahora, y por saber que alguien me ha guardado en su memoria sonriendo. Ojalá siempre que usásemos una sola palabra fuésemos capaces de encontrar justo la que hace despertar una emoción.