Tentada he estado de escribir sobre los
niveles más bajos de ahorro familiar en décadas. O de que no acaban de cerrar
cómo va a ser la dación en pago. O que a partir de mañana los yogures no
caducan. Sí, sobre todo esto último me ha llevado a reflexionar sobre qué es
verdad y qué es mentira de todo lo que nos cuentan.
¿Por qué hasta hoy, sí, y desde mañana,
no?
Pero al final me ha podido un tema mucho
más hormonal y acorde con la estación: cómo evolucionan las formas de contacto
al inicio de una relación. Lo que en términos anticuados, o de etología si nos
ponemos científicos, vendría a denominarse cortejo.
Una joven compañera se confiesa enamorada
(o, más exactamente, ilusionada) de un joven de edad similar. Más cerca de los
treinta que de los veinte. En esa adolescencia de hoy, tardía quizás, se viven
las mismas inquietudes y ansias que en las de hace veinte años. Por no hablar
de la angustia de la duda: “¿Se habrá fijado en mí? ¿Le gustaré?”.
Aunque hay cosas que no cambian, sí hay
otras que han dado un giro radical. Cuando aún no había móviles, saltábamos
cada vez que sonaba el teléfono en casa. “¿Será…?”. Y podíamos pasar una tarde entera
esperando la dichosa llamada sin necesidad de que hubiera mediado siquiera roce
previo.
El roce ha evolucionado al alza. No cabe
duda. Y es fácil que hoy el primer contacto se produzca hoy antes de cruzarse los números de teléfono. Pero no es
eso lo que me ha llamado la atención.
Ella espera volver a verlo. Espera su
mensaje. No llega. Le digo, “Llámale” y me mira horrorizada: “Aún no le puedo
llamar”. “¿Cómo?”, pregunto asombrada, intuyendo que ha habido bastante roce en
el encuentro anterior.
Pues que ahora llamar es lo último. Lo
que indica que se trata de una relación y no un pasatiempo es poder llamar. Al
final, todo sigue igual, solo que cambiado de orden.