martes, 28 de febrero de 2012

La caja de los hilos


Mínimo, una tarde a la semana. Todo un ritual. Primero, ordenar el montón de ropa lavada (al principio a mano, luego con la lavadora semiautomática que se empeñaba en construir enormes columnas de espuma).
Un montón, el más pequeño, se plegaba directamente ordenado por categorías. Otro montón se separaba para la plancha. Y un tercero se reservaba para repasar antes de planchar.
Y entonces aparecía nuestra protagonista. Con una larga historia detrás y con infinitos tesoros dentro. La caja de los hilos.
En su otra vida guardó caramelos de café con leche, galletas o quién sabe si bombones. Metálica, con imágenes dibujadas de los ¿felices? años veinte. Quizás en algún momento tuvo tapa, pero al final solo quedaban los huecos que sirvieron para asentar las bisagras perdidas.  Sin duda, fue un regalo.
Su interior atesoraba un envidiable bagaje histórico en forma de botones, imperdibles, alfileres, hilos enredados, agujas, dedales… y un sinfín de artilugios de nombre olvidado que servían para cerrar, acoplar, remendar, zurcir… darle una nueva vida a aquella ropa que se empeñaba en encoger. ¿O eran los niños quienes crecían?
Cada pantalón guardaba la evolución de su dueño: el doble sacado de cada crecida, el zurcido invisible junto a la costura, la rodillera que cubría lo irreparable… cuántos años, cuántos patios de colegio, cuántos partidos en sus perneras.
O la falda con cintura convertible. Un pliegue tras la última pérdida de peso. Un pliegue que desaparece tras la recuperación.
Y así con calcetines, calzoncillos, camisas… Cada semana se recuperaban viejas ropas para darles una nueva oportunidad. Quizás más de una temporada. Planchado y puesto en marcha, otra vez.
¿Qué ha sido de la caja de los hilos? ¿Y de aquellas tardes en familia? Hoy las ropas, las cosas, tienen una vida corta y no se les da la segunda oportunidad que salía de aquella caja mágica en tardes que no volverán. ¿O sí?

martes, 21 de febrero de 2012

Razones para el optimismo


Realidades como la llegada temprana de la primavera a Valencia no constituyen, en principio, motivo de alegría. Pero hasta en situaciones como esta podemos encontrar una razón para el optimismo.
Los estudiantes, acusados durante los últimos lustros de inmovilistas, hedonistas y vagos retoman el papel reivindicativo y luchador que ha de caracterizar a la juventud para continuar evolucionando en lugar de vegetar. Aunque todo empiece por unas mantas contra el frío que producen los recortes y continúe con desafortunadas (¡qué comedido adjetivo!) cargas policiales, es de esperar que finalice con un revivir de la generación dormida que vaya más allá de los primeros y auténticos acontecimientos del 15-M.
Y no solo hay que retomar el optimismo en el plano de lo social. Podemos encontrar razones para retomar la senda optimista en el gesto del amigo que lo deja todo en un segundo para echarte una mano cuando ve que lo necesitas o del que se preocupa sinceramente por ti cuando descubre tres gestos tristes en un solo día.
Afortunadamente, ser capaces de seguir preocupándonos por los demás o de salir a la calle para reivindicar un futuro digno para nuestra sociedad nos hace ser mejores y nos permite superar moralmente la cómoda opulencia en la que la autocomplacencia y el “ande yo caliente” han sido las consignas. Consignas de una sociedad claramente egoísta que tomaba rumbo directo a esta deconstrucción del sistema.
La reacción, social e individual, que podemos ir descubriendo cada día es un motivo para sentirnos satisfechos y subir nuestra autoestima, individual y colectiva. ¿O es que acaso el hecho de ser capaces de mirar más allá de nuestro ombligo y nuestro bolsillo y preocuparnos por el bienestar del otro y por el futuro de todos no constituye una razón para el optimismo?

lunes, 20 de febrero de 2012

Seis horas. Tres minutos

(Esta historia, que bien pudiera ser real pero que contiene dosis elevadas de ficción,  se desarrolla en un hospital cualquiera de una autonomía cualquiera cualquier día de este año aciago que no ha hecho sino empezar).
Leyó las instrucciones: “Si le duele, acuda a urgencias”. Pasó toda la noche haciéndose el valiente pero la mañana desató la evidencia: el dolor no se iba por sí solo. Consecuente, tampoco optó por la automedicación y directamente siguió las instrucciones.
Llegó a media mañana. “Veintisiete asientos”, contó. Casi todos ocupados. En la primera hora fueron relevándose los colegas de espera, pero algo pasó en la segunda y sucesivas: solo llegaban nuevos pacientes y por megafonía solo llamaban repetidamente a una tal “Dolores”. Al final todos se percataron de que “Loli” solo era una ficción para mantener viva la esperanza.
Pronto fueron más los desesperados de pie que los sentados. Pero él ostentaba una marca: era el más veterano. Mientras, pasaban las enfermeras, esquivando toses, camillas y malas caras, se sabían incomprendidas: a nadie le importaba la reducción del 25% de su salario, solo recibían miradas agrias y angustiadas de los que esperaban oír su nombre por la megafonía.
Como veterano, todos le miraban con respeto que se iba acrecentando cada hora “Llevo cuatro horas”, afirmaba con prepotente resignación, tras superar la desesperación de las horas precedentes. Llegado un momento parecía que incluso se iba a producir  un motín de agraviados (pacientes) contra agraviados (personal sanitario), pero pudieron más las necesidades de ser atendidos y seguir cobrando (aunque sea poco).
Al cumplirse las seis horas, tras ver pasar a un médico con la barba azul, oyó su nombre. Increíble. Después de tres minutos de exploración y sin llegar a ningún diagnóstico, por fin, pudo marcharse. Seis horas. Tres minutos.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Alguien miente


Se fueron los anteriores dejando al enfermo a medias con el tratamiento. Envenenado, como corresponde al momento que atravesamos, y lleno de incógnitas, como no podía ser menos.

Ha llegado el nuevo equipo y ha optado por la cirugía. Radical. Con cada recorte encuentran nuevas células afectadas por este crítico cáncer. Hay que seguir recortando. Tanto, tanto que al final queda la sensación de que nos están amputando como sociedad.

Esta cirugía tan conservadora no se quiere arriesgar a que células malignas escondidas bajo las alfombras de los despachos sigan arrastrando a este enfermo hacia una inevitable muerte al estilo griego. Mientras, el enfermo soporta de un lado y de otro las mutilaciones, los tratamientos invasivos y técnicas de choque de dudosa eficacia.

El cirujano se escuda en que al abrir al paciente se encontró con que el anterior equipo médico no había comunicado el alcance real del tumor. Casi dos puntos porcentuales de diferencia entre lo que unos y otros veían mantuvieron al nuevo equipo reunido en gabinete de crisis durante días en los que el paciente desesperaba esperando la panacea milagrosa.

Y la paciente sociedad empezó a hartarse al ver que cada vez le quedaban menos opciones de recuperación. Aunque, al tiempo, aguantaba estoica por ver si aun perdiendo un brazo podía continuar dignamente en pie y salir adelante.

Pero faltaba el tercer equipo en discordia. Iniciada la cirugía y sin vuelta atrás llega el equipo europeo a decir que los equivocados en el alcance de la enfermedad son los últimos en llegar. Incluso sugieren que han mentido al paciente para ponerle en lo peor y que asuma las mutilaciones como un mal menor.

Horas después, rectifican. Demasiado tarde. El paciente solo tiene la certeza de que alguien miente y no sabe si saldrá de esta.