jueves, 29 de octubre de 2015

Elasticidad

El tiempo juega con nosotros. 

Cuando pensamos en las diferentes sensaciones de duración de una hora nos damos cuenta de que a veces sentimos cómo se prolonga hasta la eternidad de puro tedio; otras, pasa sin siquiera dejar poso y en otras, simplemente, te cambia la vida.

Mucho más elástico se muestra aún a largo plazo. Parece mentira que los días de verano sean siempre los mismos. Deben ser algo más de 90. Pero cuando eres niño es lo más parecido al tiempo infinito mientras que cuando eres adulto siempre te acaba asombrando que se termine cuando tú aún no habías empezado a habituarte. Tal vez sea porque sin trabajar solo sean treinta días, con suerte.

Pero cuando el tiempo juega más a dilatarse o minimizarse es en los momentos claves de la vida. Los momentos grandes, intensos, felices tienden a prender como una mecha encendida impregnada en pólvora. Chispeantes, intensos, cálidos… para acabar pasando a nuestro recuerdo tras la eclosión final. Ahí sí, ahí perviven y conseguimos eternizarlos.

Pero la captura del momento en el momento se hace difícil y cuántas son las veces que pasa tan efímero que solo nos damos cuenta de lo que ha pasado cuando ya no somos protagonistas sino nostálgicos rumiadores de recuerdos.

A veces la vida es generosa y son tan largos esos periodos que puede hacer desaparecer la elasticidad del tiempo, pasando a ser plasticidad que permite vivir la felicidad en toda su amplitud y en diferentes forms.

Una amplitud de la que tampoco carecen los malos momentos. Cuando la vida se complica, cuando todo parecen atolladeros, cuando todas las salidas presentan obstáculos y nada se pone de frente es muy difícil convertir los minutos en segundos. Justo cuando empieza lo malo, como decía el escritor, el tiempo vuelve con su cruel elasticidad y nos hace vivir con angustiosa parsimonia esos momentos que quisiéramos no tener que soportar.

Pero los soportamos. Y los superamos. Y pasamos página. Y, cuando ya no te das cuenta, la vida te ha vuelto a meter en la sensación temporal efímera, donde todo pasa deprisa porque pasan cosas, porque te sientes vivo y porque, quizás, aprendiste mucho de los largos malos tiempos. Y sí, tienes ganas de pelear para alargar los días porque crees que, ahora sí, sabrás disfrutarlos y conseguirás que la elasticidad del tiempo juegue a tu favor.


Algunos los llaman percepción. Otros, madurez.

martes, 30 de junio de 2015

Huellas

Cada noche el viento y la marea borran las huellas de la arena. Cada día, vienen, van y se van.

No pasa lo mismo con nuestra vida. Cada hecho, cada vivencia, cada día, dejan huellas que empiezan a ser perceptibles cuando dejamos de crecer y empezamos la siguiente etapa: madurar. O, simplemente, envejecer.

Así nos encontramos arañas inyectadas en sangre que recorren nuestras piernas, dejando patente y a la vista las esperas (dulces, amargas, sin respuesta) que han surgido en nuestro recorrido y que quizás hagan un poco menos llevaderas las pendientes.

O esa grasa acumulada en lugares estratégicos que nos recuerda tardes de abulia dominical, horas de trabajo sedentario, el efecto secundario de una soledad mal llevada o grandes momentos en torno a una mesa. Estas son huellas que nos empeñamos en intentar eliminar de tanto en tanto, pero, mal que nos pese, siempre queda el poso delator de esas nostalgias, vivencias y ansiedades.

Hay quienes, incluso, graban en tinta indeleble personas, situaciones, iconos… que quieren mostrar como prueba inefable de vivencias, afectos o sufrimientos. Aunque para algunos llega el momento de querer decir adiós, lo cierto es que son huellas inducidas de las que siempre queda, al menos, una leve cicatriz.

Pero mis favoritas, sin duda, son las del rostro. Si con los años se convierte en el verdadero espejo del alma es por sus huellas. Los surcos horizontales delatan cuánto hemos reído y hasta dónde hemos sido capaces de vivir con intensidad nuestras intervenciones en los diálogos de la vida.

O esas arrugas verticales, más tardías, que se inician en la comisura del ojo y descienden por el pómulo, siguiendo el camino marcado por las lágrimas derramadas y parecen hacer más llevaderas las que quedan por venir. Tal vez sean las que endurezcan nuestro rostro, pero también las que atestiguan que no hemos pasado por la vida de puntillas, que hemos vivido.

Y, por último, los ojos. Desde la mirada alegre, curiosa y confiada de un niño nuestros ojos se empiezan a llenar de matices nacidos de la experiencia y de la interpretación que vamos haciendo de lo que nos sucede: experiencia, astucia, tristeza, desconfianza, amor, vacío…


Sí, lo invisible se hace visible en las huellas de nuestro cuerpo. Y para eso solo hacen falta dos cosas: tiempo y vida.

miércoles, 24 de junio de 2015

Un segundo más

El último minuto del 30 de junio tendrá un segundo más. Con esa noticia me he tomado hoy el café y esta es la hora en la que no sé si esto es meramente banal o si realmente tiene alcance en la escala temporal humana.

Porque un segundo no es nada. El tiempo justo para teclear tres o cuatro letras en un momento de inspiración máxima. Tomar una bocanada de aire. Pestañear. No acabar de percibir conscientemente una imagen subliminal. En fin, poco más que nada.

Pero luego lo piensas de otra manera y un segundo puede ser mucho más. Las decisiones más importantes de la vida se toman en apenas ese tiempo y a veces sin pasar el filtro de la razón. La diferencia entre devolver un beso o apartarse en el último momento puede cambiar el curso de una relación. Decir sí y asentir o no y negar no requiere ni siquiera ese segundo, por muy trascendental que sea la pregunta planteada. Tener o no tener un accidente es algo fortuito que sucede o no en apenas ese segundo, aunque su alcance probablemente cambie nuestra vida.

Acordarte o no de dejar programada la lavadora puede ser la diferencia que marque si mañana te sentirás seguro o un poco incómodo en esa entrevista de trabajo. Dar un portazo y que queden las llaves dentro y tú fuera.

Coger aire y atreverte a decir justo eso que te está quemando por dentro y que hace meses que te bloquea. Coger aire y no decir justo eso que te hubiera hecho comprobar que eres esclavo de tus palabras.

Y, así, un millón de cosas. Nimias o trascendentales.

Visto así, en realidad nuestra vida se juega en unos cuantos segundos decisivos en los que el valor, la cobardía, el impulso, la prudencia, la osadía o el miedo nos hacen tomar un camino u otro sin que en ese momento tengamos conciencia real de lo trascendental que ese segundo va a ser para el resultante final llamado vida.

Sí, visto así, no hay que desaprovechar la oportunidad y habrá que prepararse bien ese segundo extra para, con consciencia, devolver el beso, hacer la confesión o elegir, por fin, el silencio.

domingo, 7 de junio de 2015

Posicionamiento SEO


¿Solo me pasa a mí o es un mal compartido? La bandeja de entrada de mi dirección electrónica solo recibe facturas (fiel heredera del correo postal) y propuestas de tentadoras ofertas que abarcan todos los ámbitos de la vida. Y, cuando digo todos, me quedo corta.

En el apartado de formación me debato entre tres ámbitos: posicionamiento SEO por 9 euros, sexo tántrico por la misma cantidad o inglés en Londres (capital) por 299. Las dos primeras digo yo que serán online (por temática y precio) y la tercera me llama, pero tengo que adelantar en mis clases en la península, of course. Siguiente apartado.

Ropa. Desde marcas al 80% hasta sujetadores invisibles pasando por vestidos de verano hasta los pies (maxidress, por si no me han entendido). Me debato entre tantas dudas que no me atrevo siquiera a abrir la oferta de dos pares de zapatos de superdiseño por menos de 40 euros.

¿Y qué me dicen de las vacaciones? Yo no tengo nada previsto y junio avanza a temperaturas agigantadas. ¿Buscamos algo por el norte? ¿O damos el salto europeo? Desde noches a 29 euros en un marco incomparable hasta escapadas con parque temático de princesas incluido a 299. Ay, no sé. Que yo no soy de parque temático y un hotel a 29 euros en agosto me da mala espina. Otro apartado sin comprar.

¿Belleza y bienestar? Va una limpieza de cutis. ¡Ja! Como si fuera tan fácil… Ozonoterapia, exfoliación con oro, abrasión con punta de diamante… Y todo por menos de 20 euros. Me lío tanto que al final pienso que el verano hará lo suyo con mi piel y en otoño ya se verá.

Pues nada, sección de SPA y masajes. ¿Qué pasa? ¿Que uno ya no puede ir a la piscina de chorros a pasar el rato sin más? Pues no. Ahora te quieren dar infusiones, zumos o cava. Y hacerte un masaje, completo o de una zona, al gusto. Me pierdo, me pierdo.

Y es así, entre posicionamiento SEO y pediluvio con masaje cervical como se me ha pasado el tiempo y se me ha pasado el plazo para reservar las vacaciones de superchollo. Bueno, no hay problema porque tampoco tenía el maxidress en la talla que necesito.


Y nada, así hemos perdido media mañana, sin dar un euro a ganar y sin haber hecho nada productivo. Qué lástima.

miércoles, 3 de junio de 2015

Nada

Sí, es el título del libro de Carmen Laforet que ya de pequeña despertaba mi atención. “¿Cómo se puede escribir algo y llamarlo 'nada'?”. Han pasado los años y sigo teniendo ese título entre los no leídos con los que debería ponerme ya.

Pero no estamos aquí, mal que me pese, para hablar de literatura. La nada de este breve titular de cuatro letras se refiere al páramo en el que vivimos y que preveo viviremos. Estamos en medio de una nada que algunos viven con ilusión y otros observamos con escepticismo.

Este proceso de transición entre los que han estado robando sistemática y metódicamente en los últimos años y los nuevos políticos rupturistas reyes de la arenga me está quedando largo. Y aún nos queda más de una semana. Qué pereza.

Sí, siento que vivo en medio de la nada y que mi voto, realmente, parece que no sirvió para nada. Ni el suyo, no se engañe.

Porque ya no cuentan los votos. Cuenta lo que Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera negocian y mercadean en los despachos, con la vista puesta no en si acaban el polideportivo del pueblo o si encuentran soluciones para los parados del lugar. No: la vista la tienen puesta en hacerse con el premio gordo el próximo otoño.

Los pactos no se presentan como una forma de gobernar en consenso que ponga en marcha las propuestas que usted, inocentemente, votó el 24 de mayo. No: los pactos son una mezcla de partida de póquer y ajedrez en la que unos van de farol mientras otros sacrifican a la reina para despistar y hacerse al final con el triunfo definitivo: una legislatura al calor de Moncloa.

Ni ideologías ni buenas intenciones. En este páramo ya no creo en nada. Todo son argucias, intrigas y apuestas en las que lo que usted y yo votamos importa entre nada y nada de nada.

A estas alturas, me cuesta ver políticos de ningún color y solo veo demagogos que quieren arrimar el ascua a su sardina. Algunos, con intereses altruistas (¿?), pensando en lo mejor para nuestra sociedad. Otros, con intereses egoístas (¿?), pensando en lo mejor para los de su cuerda.


La verdad, ya no sabría en qué prejuicio meter a cada grupo. Todos me han decepcionado y ya solo espero nada.

martes, 26 de mayo de 2015

El traje del emperador


En estos días de ángeles caídos se oyen a nuestro alrededor (cuando no somos nosotros mismos quienes lo decimos) toda clase de improperios y malas palabras calificando a los que han perdido su poder. Ayer eran emperadores de pírricos imperios y hoy no son más que perdedores.

Es cierto que siempre tuvieron críticos, pero las hordas de aduladores que los auparon y mantuvieron en lo alto se diluyen al tiempo que su poder desaparece por el desagüe del olvido.

Mientras dura ese viaje en espiral quedan al descubierto otros personajes: los “arrepentidos”. 

¿Quiénes son? Los antiguos falsos aduladores (¿hay alguno que no sea falso?). Los profesionales del asentimiento, de dar siempre la razón, de no cuestionar ni lo indefendible y aplaudir incluso lo más ridículo. Sí, igual que los aduladores convencidos, pero con un carácter totalmente mercenario y con afecciones que sistemáticamente se arriman al sol que más calienta.

Dentro de este tipo de arrepentidos los hay más y menos hábiles. Los hábiles se van despegando sigilosamente del nuevo apestado social (su antes loado jefe) y con discreción van acercando posiciones en torno al monarca emergente mientras forma su corte de validos (sin tilde: lo normal es que no muchos sean válidos).

Los más imprudentes, ansiosos y deslenguados empiezan a clamar ante todo el que quiera escucharles (y ante los sufridos que no tenemos ningún interés) que el emperador caído en realidad iba desnudo, que sus trajes italianos a medida no eran más que una mentira que todos sustentaban por mantener sus favores o por el miedo de todo subordinado hacia el amo y señor de los designios de su nómina.

Pero que él (el arrepentido) nunca comulgó realmente con el defenestrado, que realmente siempre supo que bajo aquella supuesta magna inteligencia tan públicamente alabada no había realmente nada extraordinario. Que sabía que iba desnudo.

Y todo por no hablar de las prácticas de dudosa honestidad a los que todos hacían oídos sordos pero que ahora seguro que destapará el nuevo emperador que, este sí, es el bueno, magnánimo y con buenos trajes (que se paga él mismo, faltaría).

Así es el ser humano: mantiene su hipocresía, sobre todo por miedo y cuando hay nómina por medio, hasta que el amo de su destino pecuniario cambia. Y, entonces, decide: olvida y pasa página o pierde los papeles descubriendo la desnudez del emperador destronado. 

Demasiado tarde.

martes, 19 de mayo de 2015

Operación comunión


Mi hijo acaba de merendar media barra de pan, un vaso de leche con toda su grasa y un sobao que rezumaba mantequilla. Por supuesto, yo lo he mirado desde la distancia, recordando el triste pedazo de piña sin aliño alguno con el que me he dado un amago de festín vespertino.

A él no le irán las calorías al michelín, a la lorza o a la curva de la felicidad. Pero es pasar de los treinta y convertirnos en transformadores de aire en carnes. A este efecto se le suma el encogido de la ropa de verano en el armario y es así como, año tras año, nos enfrentamos (cada vez con menos éxito) a la operación bikini.

¡Cuánto sufrimiento para tan poco rendimiento!

Y, por si fuera poco, nos encontramos con que año sí, año también, la operación bikini se adelanta porque tenemos una comunión primaveral. O varias. Y, claro, empezar a probarse trajecitos en tonos pastel que dejan todo lo acumulado durante el invierno a la vista y entrar en frustración en barrena es todo uno. Por no hablar del blancor…

En fin, que es así como el mes de abril, año sí, año también, se nos pasa en un ay de sufrimientos y penitencias dietéticas, e incluso deportivas, para llegar con dignidad a las citas familiares marcadas en nuestro calendario.

Y no, no es solo cosa nuestra. Ellos también se ponen. Aunque suele ser solo en el caso de eucaristía del propio descendiente. Con diferencias. Nosotras pecamos de optimismo y nos compramos el traje en el que hemos de caber el día señalado sí o sí (“Uy, cómo aprieta y qué mal cierra la cremallera en este probador”) mientras que ellos adaptan uno del armario o se compran el que les queda bien antes de someterse al estricto “lechuga y pechuga”.

Y, cuando llega el gran día, ¿qué ocurre? Pues ahí estamos nosotras. Estupendas, sonrientes, erguidas, inmovilizadas en la postura en la que hemos logrado echar todos los cierres. Sin respirar. ¿Y ellos? Bailando holgadamente dentro de su traje.


¿Resultado? En las conversaciones de cóctel y banquete es el padre el que más veces escucha aquello soñado en esas noches de ensalada sin aceite: “Estás más delgado”. Mientras, nosotras, nos conformamos con cumplidos genéricos del tipo, “¡Qué guapa estás!” o “¡Qué vestido tan elegante!”. Tanto esfuerzo para tan poco reconocimiento.

miércoles, 13 de mayo de 2015

El precio de la infidelidad


Soy fan absoluta de las películas de sobremesa serie C que emite la cadena triste en fin de semana y que la cadena pública ha sustituido recientemente (qué desatino) por sendos culebrones patrios entre semana en la primera franja de la tarde.

Me apasionan los títulos, tan parecidos entre sí como sus argumentos y personajes. Y aunque este titular es más de las de factura norteamericana (Canadá incluido), lo cierto es que, sobre todos las alemanas, seguidas de cerca por las suecas, tienen un efecto catártico y narcótico sobre el ser humano digno de estudio.

Pero no, mi infidelidad no podría protagonizar uno de estos guiones predecibles y, para empezar, ni siquiera soy rubia. Eso sí, las compañías telefónicas de este país se han encargado de dejarme claro que una infidelidad nunca sale gratis. Aunque el contrato que medie sea meramente mercantil y nada tenga de sentimental.

He querido cambiarme de compañía. Harta de décadas de silencio al otro lado (miento: musiquita martilleante durante inagotables minutos) y deseosa de que alguien me hiciera caso como cliente buena que soy, me lancé a tener una aventura.

Una vez contactada la nueva compañía poco se hicieron esperar los mensajes y llamadas de la antigua. Esas señales que hubiesen hecho que nuestra relación no se resintiera por la rutina y la indiferencia aparecían justo ahora que yo quería dejarla. Muy digna, me hice la indiferente y les dije que a buenas horas.

Y llegó el día de la cita con el nuevo operador. Encerrada en casa desde las 8 de la mañana, sin móvil, estuve esperando como el triste de la canción de Perales. Y, como en la canción, así me quedé: esperando. Nadie apareció.

Llamé indignada desde el fijo, último nexo de unión con el exterior. Cancelé (tras cuarenta minutos de música infernal y tres operadoras) todo lo que implicaba la nueva relación y así es como he vivido (sí se puede) varios días sin móvil.

Ahora bien, la vuelta a lo conocido, el regreso al hogar ha sido complejo y amargo, cabizbaja y un puntito humillada: restaurada la línea móvil ahora la penitencia pasa por diez días sin fijo ni ADSL. Hasta que venga el técnico. Miedo me da el despecho.


Moraleja: visto lo visto, en telefonía es aplicable el “más vale malo conocido”. No se sabe si hay bueno por conocer y el precio de la infidelidad es la incomunicación. 

martes, 5 de mayo de 2015

Periodismo con clase


Estas dos últimas semanas la casualidad, si es que existe, ha querido que me reconciliara emocionalmente con esta profesión que, según me recordó una compañera de colegio, elegí hace treinta años.

No corren buenos tiempos para la libertad de expresión, no por presiones dictatoriales, pero sí porque el poderoso caballero don Dinero es quien guía nuestros destinos, también en el mundo de la comunicación.

Sin embargo, tres grandes profesionales y la casualidad, como decía, me han hecho recordar por qué algunos locos idealistas elegimos esta profesión y no otra.

Una tarde cualquiera de abril me encontré en un auditorio escuchando a Rosa María Calaf. Su imagen inconfundible y su voz siguen tan intactas como su pasión por una profesión “de compromiso” porque periodistas como ella aún piensan que “una sociedad no informada es una sociedad vulnerable” y nos recuerda que “no dejar saber ha sido históricamente una forma de dominar”.

Imposible no recordarla en sus crónicas desde Nueva York o desde los más de cien países en los que ha estado al pie de la noticia. Pero, siempre con la realidad por delante, no duda en abrirnos los ojos y decirnos que “la globalización ha abolido las distancias, pero no las diferencias”.

Así sí. Es por esas creencias, por esa perspectiva, por lo que esta profesión merece la pena a pesar de todo. Pero me quedan aún dos grandes profesionales: uno que se ha ido y uno al que muchos habrán conocido en estos días.

Nadie de mi generación y las anteriores olvidará esa forma de arrastrar las palabras, esos gestos tan personales y esa forma de contar historias. Con Jesús Hermida se ha ido un maestro, un referente, un innovador y un modelo. Recordarlo en su adiós ha sido volver al origen de esta vocación.

Y, para terminar, el más querido. El que siempre estaba ahí cuando dábamos nuestros primeros pasos como becarios en la redacción del periódico y que contaba historias maravillosas, incluso de hechos para otros insignificantes. Javier Millán, periodista y compañero que ha visto recompensado su trabajo y buen hacer con un prestigioso premio periodístico. 

Y son estas tres personas, estas tres circunstancias, las que me han hecho recordar la importancia de este trabajo y recuperar el entusiasmo por esta profesión. Quizá la mejor de todas.

miércoles, 29 de abril de 2015

Pizza para cenar


¿Sabes lo que es un día de “pizza para cenar”?

Seguro que sí.

Y no, no es eso de que te sientes chispeante y esta noche te vas a esa pizzería que te encanta a cenar con alegría. Eso está bien (muy bien), pero no es un día de “pizza para cenar”.

Ponte en situación. Empieza el día. Llegas al trabajo, tarde, pensando que tienes por delante un día agobiante. Te equivocas: la cosa es mucho peor y la asfixia llega a superarte antes de llegar siquiera el mediodía. 

Sales por la tarde, con los nervios pinchándote a nivel de piel y repasando el árbol genealógico de más de dos personas. Respiras hondo y llegas a la siguiente etapa.

¿O batalla? En casa las cosas no van mucho mejor. El pequeño tiene que hacer un trabajito con lentejas y cola blanca que requiere la formación de un equipo interdisciplinar en la mesa del comedor. Entre tanto, el mayor anuncia que la tinta de la impresora se ha acabado (¿no será que se ha secado de puro aburrimiento?) y mañana tiene que presentar un trabajo a las 9:00 A.M.

Despegas las lentejas que invaden tu cuerpo, pegaditas a tus nervios, mientras descubres con pánico que casi son las 9:00, pero P.M. Tu pareja te dice: “Ve tú. Yo me ocupo de esto”. No sabes qué es mejor: la visita de última hora al híper donde esperas encontrar justo ese consumible que evitará el cero patatero del mayor o quedarte en casa con la lucha lentejil.

Sales de casa, llegas al único local abierto y, por supuesto, ya no fabrican el cartucho para tu impresora. Vuelve la asfixia. Llamas a casa: “¿Compro una nueva?”. “Compra lo que sea y vente para casa que mira qué hora es. ¡Ah! Y no te olvides de coger un par de pizzas para cenar”.

Lo lograste: a las 22:27 estáis todos reunidos alrededor de la mesa de centro (las lentejas siguen en la mesa grande, junto con la impresora nueva y todos sus envoltorios), comiendo pizza. Respiras hondo y superas la última etapa.


Este es un día de “pizza para cenar”. 

miércoles, 22 de abril de 2015

Imputar al jefe

Imagínese por un momento que aquel jefe que le hizo la vida imposible justo cuando usted empezaba a trabajar, a lo mejor hace ya veinte años, se le pone a tiro y se encuentra con el encargo de supervisar sus cuentas, sus movimientos de capitales y los rendimientos de sus empresas.

Pues eso es lo que ha debido sentir alguno de los funcionarios de la Agencia Tributaria que han tenido que examinar los vaivenes financieros e impositivos del que en su día fue el jefe máximo de tan reputada institución.

Ole y ole.

Se cuestiona muchas veces la independencia de algunos organismos que han de impartir ese bien tan necesario como es la justicia. Pero en un momento como este todo el caso Rato me hace recuperar la fe en el sistema.

Si el Partido Popular hubiera podido elegir un momento crítico en el que todos sus representantes deberían parecer niños de comunión para evitar la debacle, ese momento hubiese sido el previo a las elecciones de mayo.

Después del vapuleo andaluz, difícil parece poder levantar la cabeza con mínima dignidad para el partido hasta ahora mayoritario. Si los escándalos de corrupción han salpicado con fuerza a los grandes partidos del bipartidismo español, este último acto, introducido por el caso Bankia, todo hay que decirlo, supone el remate final. Sin compasión por el calendario.

Si Podemos hará caja electoral de los eres y otros descontentos, Ciudadanos rentabilizará lo que se presenta como ambición desmedida del ciudadano Rato. Y, llegados a este punto del juego electoral, se lo merecen.

Se lo merecen los que han perdido crédito, porque se han ganado la desconfianza a fuerza de aprovecharse de su situación de poder para conseguir lucro personal. ¿Hay algún engaño democrático más sangrante? ¿Te doy la confianza de mi voto y me devuelves crisis, mala gestión y tu enriquecimiento personal? ¿Hemos puesto a la zorra a cuidar de las gallinas?


Sí, algún funcionario de carrera (y gran oficio) debe estar frotándose las manos: ha conseguido demostrar que había que imputar al jefe. Ahora, que hable la justicia.

lunes, 13 de abril de 2015

Víricas, tóxicas y buenas

Cómo nos gustan las clasificaciones. Es más, cómo nos gustan las etiquetas. Sobre todo cuando nos sirven para investir de un halo científico, psicológico o profesional lo que históricamente no ha sido más que maledicencia. Pura y dura.

No sé lo que andaba yo buscando (malditas relaciones hipertextuales: sabes dónde acabas, pero nunca de dónde vienes ni qué andabas buscando) pero al final no he encontrado nada relacionado con las alergias ni con los virus primaverales: he encontrado una clasificación de personas víricas.

Y no era moco de pavo, oye. Tenía su aquel: las personas víricas acaban “infectando” a las de su entorno con enfermedades como la tristeza, la frustración, el remordimiento, la impotencia, la inseguridad, la ansiedad… Uy, que me vengo arriba.

Pues sí. Por lo visto todos estos malestares del alma, que acaban alcanzando al cuerpo sí o sí, pueden venir provocados por los que nos rodean. Hablaba la clasificación de  víricos pasivos, caraduras, psicópatas, criticones o con mala idea. Clasificaciones pseudomédicas aparte, no dejan de ser los llorones, trepas, egoístas, maledicentes o malas personas de toda la vida. Pero, claro, puesto así parece más serio.

Siguiendo con los hipervínculos he acabado aterrizando en una nueva clasificación: personas tóxicas. Más de lo mismo, solo que estas en vez de infección producen intoxicación. ¿Habrá que llamar al teléfono que aparece en la botella de lejía cuando te cruzas con una de estas?

Porque, claro está, tú que me lees (y yo que escribo) no entramos en ninguna categoría de personas víricas ni tóxicas. Faltaría.


Pocos son los que tienen agallas y sangre fría (¿tal vez los víricos psicópatas?) de encuadrarse en uno de estos grupos en lugar de encasillarse en el tradicional y nunca suficientemente valorado grupo de las buenas personas. Y es que en este grupo (al que todos creemos íntimamente pertenecer, a pesar de nuestros “peros”) es difícil encontrar subclasificaciones incluso en Google.  ¿Será que la bondad solo tiene un camino?

miércoles, 8 de abril de 2015

Se acabó

Aunque haga viento, aunque algún momento volvamos a sentir que el frío quiere reacomodarse en alguno de nuestros días, aunque haya árboles que aún no enseñen su hoja, se acabó el invierno.

Un invierno largo y oscuro que, una vez más, da paso a una primavera sobre la que generamos tal vez excesivas expectativas y que quizá pase con más alergias que alegrías. Pero, ¡qué diablos!, atrás quedan el frío y la oscuridad de un invierno que en algunos momentos amenazaba con perpetuarse y devenir en tristeza de puro yermo.

Depende de dónde transcurra nuestra rutina, esta primavera habrá pasado ya la floración de los frutales o ni siquiera apunten los capullos en las ramas. Pero, en el Norte o en el Sur, con o sin flores, hay luz, más luz. A costa de la hora que perdimos hace un par de semanas ahora vemos cómo la noche se aleja y se acorta, cada día un poco más.

Tal vez no sea una buena noticia para los seres oscuros a quienes les asusta la luz, quizás porque tiene el color de la verdad. O para los seres de hielo que gustan de expandir el frío a su alrededor, quizás porque carecen de corazón.

Pero para los demás, para esa mayoría de seres tan iguales y sencillos como diferentes y extraordinarios, estos días de abril ya dejan atisbar que ese momento duro y frío ha tocado a su fin. Una vez más. Otro ciclo que se acaba y la vida que se empecina en volver a empezar.

Sí, como la canción, se asienta la primavera y el “mundo es otro”. Antes de que nos demos cuenta quedará en el olvido la crudeza de tres meses que, en esta ocasión, han sido francamente prescindibles y volveremos a despotricar del calor, del no poder parar y del propio goce de la luz de una vida a veces demasiado intensa. Si es que alguna vez la intensidad de la vida puede ser excesiva.


Se acabó.

lunes, 30 de marzo de 2015

Pasión y consuelo


Algunas personas padecemos una incuestionable (para algunos insufrible) incontinencia verbal. Sin embargo, cuando esta enfermedad del verbo viene acompañada de otra enfermedad del sentimiento llamada empatía puede darse un curioso fenómeno: el silencio. La incapacidad de encontrar las palabras cuando nos enfrentamos al dolor del otro a quien apreciamos sinceramente.

Cuando esa persona que nos ha acompañado en distintos momentos de nuestra vida, con quien hemos compartido y quemado etapas, que ha desaparecido puntualmente, pero que nunca ha dejado de estar gracias al patio de vecinos en que hemos convertido la combinación entre internet y nuestro teléfono… cuando esa persona empieza a sufrir y no puedes hacer más que escuchar y esperar, ¿puedes hacerlo realmente?

¿Por qué realmente no nos queda más que un amargo “no tengo palabras” cuando lo que queremos es dar consuelo, mostrar nuestro afecto, decir que seguimos ahí a pesar del tiempo y la distancia y, sobre todo, encender esa luz de esperanza que, en medio de esa pasión, entendida con el sentido primero de padecimiento, parece que nunca volverá a prender?

¿Por qué la incontinencia verbal se convierte entonces en incómodo silencio? ¿Por qué nos faltan las palabras en medio de la oscuridad cuando lo que queremos es proporcionar sincero y cálido consuelo? ¿Por qué es tan difícil hablar cuando realmente las palabras pueden tener el casi mágico efecto de bálsamo, compañía y alivio?

Sí, en los momentos en los que la vida te pone en la dialéctica entre la pasión y el consuelo es cuando descubres cuál es el valor real de las palabras, hasta dónde puede llegar su poder, y cómo las malgastamos a diario, inútilmente, en discursos vacíos con los que tapamos huecos que en el fondo esconden soledad y quién sabe cuántas otras cosas vanas y prescindibles.

Pero sí, hay un día en el que hay que romper el pánico que nos produce el dolor, aunque sea ajeno, rasgar el silencio y decir “te quiero, estoy contigo en esto y, aunque no esté a tu lado, mis pensamientos están contigo, con tu fuerza y con tu lucha. No hay lugar para la derrota ni el desánimo cuando tantos estamos rogando por ti. Saldrás de esta y estaré aquí para compartirlo contigo”.


Y, así sí, sobran otras palabras.

martes, 17 de marzo de 2015

Si no me acuerdo de ti

“Aunque nuestros recuerdos se pierdan y las fotos no nos ayuden a volver a esos días, siempre dejaremos algo en los demás”.

Es curioso, pero esta frase que tanto me ha hecho pensar hoy estaba escrita en un lugar en el que uno no esperaría encontrarla jamás: una falla. Y es que todo alrededor de ese lugar insospechado para un pensamiento tan profundo recordaba al olvido, a la enfermedad que consigue que un día dejes de saber quién eres y apenas deje rastro de quién fuiste. Sin remedio y hasta que dejas de ser.

El maldito Alzheimer ha vivido siempre a nuestro alrededor. Mezclado con otras demencias, asociado, a veces impropiamente, a la senilidad y siempre, en todos, vivido con temor, deseando escapar a la mala fortuna de la implacable decadencia del olvido.

Es curioso, pero a lo largo de la vida utilizamos el olvido como terapia para superar momentos o circunstancias que nos han causado dolor. Qué diferente debe ser enfrentarse al olvido por pura enfermedad, teniendo que luchar a diario para continuar recordando incluso las cosas más nimias para continuar viviendo.

No saber quién eres. De dónde vienes. A dónde vas. Y ni siquiera reconocer a esa persona que te ama hasta el sufrimiento y que te cuida aunque hoy no sepas quién es.

La enfermedad del olvido nos pone también sobre aviso anticipado de qué dejamos realmente tras nuestro paso. Al morir olvidaremos qué fuimos y qué hicimos, pero incluso si lo olvidamos en vida, como también he leído en ese lugar insospechado, nuestra huella quedará en quienes nos quieren “más fuerte que la enfermedad, más fuerte que el olvido”.

Es curioso, pero es entonces cuando te das cuenta de que la única forma de no haber pasado por este mundo en vano es dejando esa huella en quienes comparten con nosotros los momentos de cada día que en algún momento se convertirán en recuerdos.

Sí, eso es.

Si un día no me acuerdo de ti, espero seguir viviendo en tus recuerdos.

martes, 3 de marzo de 2015

Coños y barro


Con perdón. Que no me gusta escribir tacos.

Pero es que se ha levantado la veda. Pedro Sánchez, recién salido de la foto de primera comunión (laica, of course), ha vuelto a hacer caso de los dictados que le escriben sus (fatídicos) asesores y tocaba taco. Para parecer terminante, duro, rudo, con capacidad de tomar las riendas de este país desbocado.

Porque con el río desbordado está visto que no puede nadie (no me quiero pronunciar, que me pierdo), pero con los votantes de la zona anegada hay que ir a hacer caja electoral.

Le ha ganado la mano al otro. Al que no sale de Moncloa para nada pero que a estas horas ya ha dicho que claro que iba a ir a comprobar in situ los estragos de esta particular batalla del Ebro contra la que los insignificantes humanos poco o nada podemos hacer.

¿Perdona? ¿Cómo que poco o nada? A agua pasada y pisando el barro, Pedro ha estrenado cazadora roja (¿habrá llegado al final de rebajas o será de temporada? Me preocupan sus finanzas) y ha dicho “coño”, así, sin admiraciones, con poco ímpetu y escasa credibilidad. Le ha faltado un redicho “¡uy, se me ha escapado!”. 

Porque, Pedro, no te pega.

Tienes pinta de buen chaval. De tener tu genio cuando la ocasión la pintan calva. Pero te falta ímpetu y esos (fatídicos) asesores te han robado cualquier naturalidad.

Así que te has plantado en nuestras sobremesas con ese “coño” y con poco barro para arañar ese puñado de votos que las encuestas se empecinan en negarte. Mientras, tienes razón, Mariano aún en Moncloa (tranquilo, seguro que al final se dejará caer aprovechando que el Ebro pasa por Zaragoza).

¡Ay! Vaya par de dos. “¿Me gusta? ¿No me gusta?”. Es normal que el electorado ande como loco buscando alternativas. Desde las más antisistema hasta las de pataleta fina (llámenle “voto útil”). Pero es que los españoles ya estamos un poco hartos.

Hartos de estos teatros de asesoría, de los falsos coños y barro con los que nos quieren vender una proximidad a una sociedad que hace tiempo que está gestionando su lucha por libre, buscándose la vida al margen de mangantes e incompetentes.

Porque, aunque haya barro, tenemos la costumbre de comer cada día, coño (con perdón).

miércoles, 25 de febrero de 2015

Caloret del bueno


Uf. ¡Cómo odio febrero! No me gusta el frío ni las tardes de invierno. Es verdad que los días empiezan a alargar, que son cuatro semanas contadas y que a veces ha traído giros inesperados y nuevos comienzos.

Pero este año nos ha traído grandes momentos, ajenos a mi circunstancia, que me han hecho replantearme toda mi preexistencia. ¿Por qué no me metí en política en su día? ¿Estaré aún a tiempo? ¿Puedo ser el relevo generacional de Celia y Rita? ¿Es preciso pasar por la peluquería de Rosa Díez?

El caso es que mientras los españoles que tenemos la suerte de mantener un trabajo nos dejamos la piel cada día para que esa eventualidad (que indefinido no es infinito, no lo olvidemos) no cambie, algunos políticos nos hacen ver que hay algo más al otro lado. Que hay otros mundos y deben estar en este.

Primero, el discurso de Rita (más de 20 años alcaldesa), un poco pasada de rosca y quién sabe de qué más. Cuánto gozo ha dado a los valencianos y, por extensión, a todos los ciudadanos de este país. En invierno, gracias a ella, hace caloret (que se pase cualquier día de esta semana por Teruel) y ha construido el valenciano equivalente al inglés de Ana Botella en una intervención de poco más de un minuto. Con más de millón y medio de visualizaciones en dos días. Una estrella de la comunicación y la oratoria.

Magistral intervención. Magistrales los inmediatos chistes, memes y parodias en youtube. Vaya por delante todo mi apoyo a los encargados de llevar su campaña para las municipales. Vuestro reto es nuestro reto (o sea: a ver cómo arregláis el desaguisado). Y, puestos a hacer confesiones, diré que me he apuntado a un botellón virtual con Rita estas fallas. Más gozo y quién sabe si el arranque definitivo de mi carrera política (como comprenderán, a estas alturas el partido político es lo de menos).

Y por si no lo tenía del todo claro, la tolerante Celia se dedica a pasar pantallas del condenado Candy Crush mientras los diputados aguantan el tedio (pobres, pruebas nos pone el Señor) del debate del estado de la Nación. Con un par.


¿Hay algún sitio donde apuntarse? ¿Hay listas de espera o números clausus? Si hay que hacer alguna sustitución, ya saben cómo contactar conmigo. 

Yo también quiero caloret del bueno.

lunes, 16 de febrero de 2015

Hasta aquí


Un día. Y otro más. Hoy es igual de ayer. O quizás peor. Un poco más gris. Cada día más cerca de una oscuridad que adivinas infinita. Pero que ansías porque sabes que encontrarás paz. Por fin.

Sacas fuerzas de no sabes dónde y vas a la calle. Intentas mantener la conversación intrascendente que exige la visita a la panadería y al supermercado. No tienes muy claro qué hay en la nevera ni qué hace falta para la cena. Hace días que no te ocupas de eso. Ni de ellos.

Pobres. Les quieres tanto que aún te odias más por no estar realmente con ellos, por darles motivos solo para las lágrimas y nunca para la más leve sonrisa. “¿Por qué? ¿Por qué a mí?”.

Maldita oscuridad.

No te permite ver la luz ni en los días más soleados. Ni la sonrisa en la cara de tu pequeño cuando vuelve a casa y le estás esperando. Ni el amor que aún expresan los ojos de él. A pesar de todo. Sigue ahí y tú no puedes darte cuenta porque esa bruma lo invade todo. No deja espacio para que tu alma vea más allá.

Inquietud, desasosiego… Tristeza. Mucha tristeza.

Y ya no tienes control sobre nada. Tu cuerpo hace años que no te pertenece y en tu mente solo queda esa negritud. Ese no poder más.

Y llega ese día en el que sucede. “Hasta aquí”. Solo consigues parar la inquietud, el desasosiego y la tristeza cuando duermes. Y no volverás a despertar.

Te has equivocado. O tu cuerpo ha dicho basta. No lo sé. Pero, sea lo que sea, ya no te lo puedo decir. No hay nadie que te saque de ese sueño de eternidad que augurabas lejano a la tristeza, pero que aquí solo ha dejado eso: tristeza.


Te preguntarás qué le hemos dicho a él. Le hemos dicho que en el cielo hay una estrella más. Ya no tienes que tener miedo a la oscuridad: para él solo eres luz.

martes, 10 de febrero de 2015

Insomnio


Tic tac, tic tac… Pero, ¡qué diablos! Desde que se inventaron las máquinas de marcianitos de bolsillo no he dormido con un despertador de cuerda. Es imposible que esté oyendo ningún tic tac.

Pero en medio de la ofuscación inicial no caigo en que mi despertador es digital hasta que compruebo la hora por octava vez y son ¿las dos? Es cierto, estos números son absolutamente silenciosos, ¿qué será entonces?

Harta de intentar no dar vueltas para no moverme mucho del hueco ya caliente de la cama tomo una gran decisión: a probar al sofá. Incremento la magnitud del error encendiendo la televisión. Después de esquivar teletiendas (aún no es la hora de los conciertos íntimos sobre alfombras orientales) acabo medio enganchada a un reality norteamericano que hace parecer angelitos a los grandeshermanos vip.
Claro, así las musas del sueño están tan lejanas como las de la redacción brillante. Las tres y media. 

Constatado el fracaso del sofá, rubricado por un frío nada acogedor, vuelvo a buscar hueco en la cama.

El calor de las dos se ha esfumado tras el experimento del sofá y vuelve el tic tac. ¿Estaré, en realidad, dormida y estoy en medio de un sueño en un mitin de Pablo Iglesias? Ay, ya no sé qué pensar.

Las cinco menos cuarto. El tiempo se acaba y no he conseguido dejar de pensar en que estoy despierta. ¿Porque estoy despierta, no? Vuelvo al sofá en un mar de dudas sin volver a cometer el error de la tele y con dos mantas.

Nada. Imposible. No hay manera de tener tapados los pies y la espalda al mismo tiempo. Puestos a sufrir y viendo que queda menos de una hora para las 06:47 (definitivamente, el despertador es digital y no puede hacer tic tac), vuelvo a la cama. Al menos aquí la manta tiene la envergadura suficiente.

Y, entonces, alrededor de las 06:12, sucede: me duermo. Y no solo eso: sueño. Me despierto sobresaltada a las 06:35.

Sí, el sueño, efímero e intenso, ha sido pesadilla. Casi estaba mejor despierta. ¿O no?


Ahora lo veremos. Tengo todo el día para comprobarlo.

martes, 3 de febrero de 2015

Sin identidad

Desde luego, está claro que los días cruzados no llevan a ninguna parte. Pero nada, una es de Teruel y, por tanto, persistente hasta el aburrimiento: si sabes que cruzada no das medio paso al frente, no te cruces. Pues nada.

Y, claro, al final pasa lo que pasa. Vas por la calle como si el mundo no fuera contigo y alguien se percata de que tu cabeza debe estar en una escala camino de Tombuctú, pero tu cartera está muy al alcance de su mano. Y se la lleva.

Así de simple.

Cuando vuelves a la Tierra y te das cuenta de la desaparición empieza lo entretenido: recuerda cuántas tarjetas tienes y de qué entidades, busca los teléfonos en un móvil mientras intentas contactar con la policía desde el otro (los móviles de antepenúltima generación no son en absoluto atractivos para los cacos, de esa me he librado).

En los primeros minutos no consigues nada en absoluto. Pero la espiral de nervios e inoperancia se acaba cuando consigues contactar con la primera entidad, anulas las primeras tarjetas y te das cuenta de que lo mejor para hablar con la policía no es el teléfono, es ir a la comisaria más (o menos) cercana.

Ya en la comisaría te percatas de que no tienes ningún medio de pago, ni un triste billete de autobús para volver a casa,… y de que no eres nadie. Y surge la gran duda: ¿quién será el primero en creer (y acreditar) que yo soy yo?

¿Los del banco y recuperaré mis tarjetas? ¿La policía y volveré a tener DNI? ¿Tráfico y podré conducir? ¿La tarjeta sanitaria y podrán visitarme y dar fe de mi estrés?

La verdad, asusta un poco salir mañana a la calle y empezar a pasear el careto y la denuncia para demostrar que yo soy yo. Porque en euros el botín ha sido escaso, pero sí, la moza (estoy segura: era una mujer) me ha dejado sin fotos únicas de los que más quiero y sin identidad.


miércoles, 28 de enero de 2015

Malditos

Después de más de quinientas columnas he estado a punto de repetir un titular. Y no a propósito sino porque hay lugares comunes que nos hacen volver la mirada una y otra vez hacia las mismas realidades.

Sí, iba a titular “La tiranía de los mediocres” y, aunque en la anterior ocasión me refería más a los mediocres en el mundo adulto, esta vez el foco se sitúa en edades más tempranas, cuando aún estamos por acabar de hacer y somos seres totalmente influenciables por nuestro entorno.

Esta semana ha rodado en la red un artículo de Pérez-Reverte sobre las chicas que acosaron a otra adolescente hasta abocarla al suicidio. Las jovencitas en cuestión van a pagar con apenas unos meses de trabajos para la comunidad el tormento al que sometieron a su compañera.

Este caso tan dramático es paradigmático por el trágico final, pero cada día, en muchas aulas, se viven situaciones de acoso (y derribo) con distintos epílogos, aunque con similares argumentos.
Los más mediocres, los que no destacan en nada, solo encuentran la fórmula del acoso al diferente como fórmula para salir de la mediocridad. Ya en la adolescencia se convierten en malditos acosadores, en generadores de inseguridades e infelicidad. Y, una vez más, como preludio de los tiranos mediocres en los que seguro se convertirán, se van de rositas o pagando un precio incomparable a la magnitud del dolor que causan.

El que tiene inquietudes artísticas, el que prefiere estudiar a irse de botellón, el gay, el que prefiere leer un libro a fumarse un porro… estos se convierten el perfecto objetivo de los que no cogen un libro más que por error, que lo último que pintaron fue el 4 de su cumpleaños, que van al colegio para permanecer un rato aparcados y que en realidad no saben si son gays o heterosexuales porque nunca han querido a nadie aparte de sí mismos.

Y, así, unos comentarios malditos, en un entorno que todo lo puede, cavan la tumba de espíritus creativos o de, simplemente, personas diferentes.

No y no. Hemos de estar más atentos y poner en práctica lo único que garantiza nuestra edad: la experiencia. Y no permitir que nuestros hijos estén en el lado de los mediocres acosadores ni que unos malditos les impidan ser como son.


martes, 20 de enero de 2015

En su sitio

Hay personas a las que la vida les da mil reveses y, aun así, aunque caigan cientos de veces, tienen capacidad para levantarse y seguir adelante. Esa fuerza aún es más envidiable entre los que creen en la justicia casi con un sentido divino.

Esas personas que sufren zancadillas, no solo del destino sino de personas reales, y que se levantan apelando al consuelo de que, al final, el tiempo pone las cosas en su sitio.

Los que pecamos de realistas vemos en estas actitudes casi un optimismo patológico, pero en el fondo envidiamos a esas personas porque son capaces de limar de sus vidas el rencor solo basándose en esa quimera de imposible comprobación por la que todo quedará al final “en su sitio”. Y, sinceramente, es más fácil vivir así que acumulando frustraciones que solo nos llevan a ser personajes grises y amargos de compañía dudosamente deseable.

Afortunadamente, a veces el tiempo justiciero es un periodo relativamente breve y abarca menos de una vida. Y permite ver que a veces las cosas vuelven a su lugar y que situaciones injustas se resuelven antes de que el afectado desespere definitivamente y pase al bando de los amargados descreídos.

La otra mañana me encontré con el marido de una amiga. Parado, con un niño pequeño y con una historia detrás como la de tantos en estos años de vacas flacas que parecen eternizarse.

Me extrañó la hora, poco más de las ocho, y que estuviera lejos de casa, en una zona de oficinas. “¿Cómo tú por aquí a estas horas?”. “Hace dos semanas que trabajo”. La afirmación venía respaldada con una mirada de alivio y digno orgullo: “He vuelto a entrar en la rueda”.

Y que personas como él, válidas, trabajadoras y responsables, vuelvan a entrar en la dinámica del empleo me hace pasar, aunque sea por un momento, al otro lado, al de los optimistas que piensan que el tiempo pone las cosas en su sitio.

Y por un rato hasta olvido que la realidad puede darnos otra bofetada en cualquier momento. A lo mejor hemos entrado en el cambio de tendencia y ahora ya solo cabe esperar un entorno justo en el que vayamos recuperando la estabilidad y la seguridad.


Y me pregunto, ¿qué pasaría si al final que todo esté en su lugar solo depende de las personas? Al tiempo.