La
Navidad tiene la extraña propiedad de actuar como resorte de apertura de los
mecanismos que cierran durante el resto del año la cara triste de la memoria.
Sin
previo aviso, se abre y te encuentras recordando aquella Navidad en la que tu
tío te regaló aquella vieja chaqueta de cuero de los domingos, la misma que
llevaste durante años a la facultad. Y se escapa el primer suspiro al recordar
que aquellos turrones fueron los últimos que compartisteis antes de que se
fuera. De aquello hace casi veinte años.
Y mucho
antes, cuando las fiestas eran una reunión de primos hasta la madrugada,
compartiendo monopoly e infames, pero entrañables, galas televisivas de confeti
y lentejuela. Esas navidades se diluyeron a la vez que vino a instalarse la
adolescencia, coincidiendo con el amargo momento en que aquel primo mayor se
marchó para siempre. Segundo suspiro…
Así,
cada uno puede encontrarse en las noches que han pasado o en las que aún quedan
en los próximos días con todos los fantasmas de quienes desaparecieron y
dejaron huella. Esos que nos hicieron madurar a base de golpes de ausencia y
que durante el año permanecen en ese rincón amagado reservado a la melancolía.
Pero la
vida continúa. Los años traen, casi por sorpresa, a esa persona especial. Y
todo cambia. Y en las cenas aparecen nuevos personajes con los que uno no
contaba cuando empezaba a escribir el relato de su vida. Como ese par de
pequeños que ahora comparten sus sobremesas navideñas con primos y juegos
nuevos. Y vuelta a empezar.
El
porqué las navidades son como son se encuentra escondido entre apariciones y
desapariciones. A medida que se acumulan los años y las vivencias, la Navidad
crea un sabor propio difícil de describir. Y así, con esa sensación agridulce,
mezcla de tristeza por lo que quedó atrás e ilusión por lo que ha de llegar,
pasa un año más.