¿Cómo reaccionamos cuando alguien nos dice “Lo siento mucho.
Me he equivocado y no volverá a ocurrir”? ¿Y si lo dice con voz temblorosa,
aspecto repentinamente avejentado y mirada acuosa?
Normalmente, si es una persona cercana y a la que apreciamos,
cedemos ante las disculpas y, con mayor o menor resquemor, dependiendo de lo
rencorosos que seamos, el tema se olvida. O al menos pasa a la caja de los
reproches como artillería para postreras batallas.
Pero, ¿qué pasa cuando quien se equivoca es el rey de un
país en el que nada va bien? Pues de todo. Porque, al margen de los
sentimientos encontrados que he experimentado ante la comparecencia real, con
lo que he disfrutado realmente ha sido con la lectura de los comentarios de los
lectores de periódicos de todos los colores.
Impagable. Imperdonable.
Porque la conclusión ante tanta disparidad y algún que otro disparate
es que no vamos a saber perdonar sin más. No va a haber una absolución
incondicional sino un generalizado “esta me la guardo para la próxima”. Es el
aire que se respira en los miles de comentarios vertidos en apenas unas horas.
Ser rey tiene un precio. Alto. Los más acérrimos
republicanos dirán que también tiene elevadas (“e inmerecidas”)
contraprestaciones. Los monárquicos recalcitrantes responderán que las cuentas de una república
no son más bajas y las garantías de idoneidad del elegido son igualmente
cuestionables.
Pero ninguno otorga un perdón sincero que responda al
patetismo de la imagen de la puerta de la habitación con la misma intensidad
dramática y sentimental (para hablar de sinceridad no me llega la confianza con
el monarca).
Este desliz real parece que va a tener repercusiones de
resbalón sin vuelta atrás. Tal y como están las cosas lo último que necesitamos
es una crisis institucional, pero a perro flaco todo son pulgas y parece que no
estamos dispuestos a dejar elefante, perdón, títere con cabeza.
Definitivamente, imperdonable.
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