jueves, 27 de diciembre de 2012

De(s)apariciones


La Navidad tiene la extraña propiedad de actuar como resorte de apertura de los mecanismos que cierran durante el resto del año la cara triste de la memoria.

Sin previo aviso, se abre y te encuentras recordando aquella Navidad en la que tu tío te regaló aquella vieja chaqueta de cuero de los domingos, la misma que llevaste durante años a la facultad. Y se escapa el primer suspiro al recordar que aquellos turrones fueron los últimos que compartisteis antes de que se fuera. De aquello hace casi veinte años.

Y mucho antes, cuando las fiestas eran una reunión de primos hasta la madrugada, compartiendo monopoly e infames, pero entrañables, galas televisivas de confeti y lentejuela. Esas navidades se diluyeron a la vez que vino a instalarse la adolescencia, coincidiendo con el amargo momento en que aquel primo mayor se marchó para siempre. Segundo suspiro…

Así, cada uno puede encontrarse en las noches que han pasado o en las que aún quedan en los próximos días con todos los fantasmas de quienes desaparecieron y dejaron huella. Esos que nos hicieron madurar a base de golpes de ausencia y que durante el año permanecen en ese rincón amagado reservado a la melancolía.

Pero la vida continúa. Los años traen, casi por sorpresa, a esa persona especial. Y todo cambia. Y en las cenas aparecen nuevos personajes con los que uno no contaba cuando empezaba a escribir el relato de su vida. Como ese par de pequeños que ahora comparten sus sobremesas navideñas con primos y juegos nuevos. Y vuelta a empezar.

El porqué las navidades son como son se encuentra escondido entre apariciones y desapariciones. A medida que se acumulan los años y las vivencias, la Navidad crea un sabor propio difícil de describir. Y así, con esa sensación agridulce, mezcla de tristeza por lo que quedó atrás e ilusión por lo que ha de llegar, pasa un año más. 

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Incierto


Saber qué va a pasar un día cualquiera es siempre una incertidumbre. Pero saber lo que va a pasar concretamente mañana ha  dado que hablar en este año mayoritariamente aciago.
Sí, el futuro es incierto. Pero mañana puede acabar el mundo. O puede iniciarse una nueva era. O puede, sencillamente, no pasar nada. Lo curioso es ver todo lo que se ha montado alrededor de un viejo calendario maya que no había previsto la continuidad de todo esto más allá del frío, aunque poco, 21 de diciembre.
Así las cosas ha habido pirados para todos los gustos: los desesperados que esperan ansiosos que mañana sea un día realmente apocalíptico, los soñadores que creen que esto va a ser un reinicio social con mejores perspectivas que la era que se va y hasta los que se preparan para partir en un vuelo interestelar de la mano de nuestros amigos los marcianos.
Para los menos esnobs la cosa es más sencilla: algunos han invertido en sí mismos los euros destinados a regalos de compromiso (ya no merece la pena aquello de quedar bien porque conviene) y otros se han gastado lo de la lotería en bares y restaurantes, que las viandas y la buena compañía traen la alegría por sí solas y no hace falta dejarlo en manos de la malhadada fortuna. Lo que va por delante, va por delante.
Definitivamente, no preveían los mayas que nos tocara la lotería el sábado o que en estos días nos devanemos los sesos haciendo malabares para repartir equitativamente  las fiestas entre la familia política y la consanguínea.  
Sin embargo, con este carácter realista (¿pesimista o realista bien informado?) que nos caracteriza lo más probable es que mañana sea un día más y que nos despertemos otra vez pensando en la lotería, en los regalos o en el equilibrio diplomático familiar. No previeron los mayas qué poco trascendental es nuestro mundo hoy, ¿valdrá la pena que se salve tal cual?

lunes, 3 de diciembre de 2012

¿Árbol o belén?



La verdad es que yo siempre he sido más de belén. Bien es cierto que nunca he conseguido reunir sobre una superficie horizontal más allá de las figuras esenciales (padre putativo, madre virginal y recién nacido), el portal la estrella y los animales de compañía. Creo que no he llegado ni a colocar en su lugar a los Reyes Magos.

Así que nada que ver con esos magníficos belenes que reproducen el pueblo entero con su río, su molino, sus casas de adobe, los pastorcillos, las ovejitas, las lavanderas… Vamos nada de nada.

De hecho, al final todo queda en un árbol sintético de 1,50 que cada año sale del armario un poco más pelado y con el porte menos erguido. Hemos probado desde la decoración en tecnicolor hasta la elegancia monocolor de la plata pero, claro, no es lo mismo.

Nada que ver con los fastuosos belenes que en mi casa no cabrían ni sacando la ampliación de la mesa del comedor (y eso poniendo la mejor voluntad y pasándonos las pascuas comiendo en la cocina).

O sea, que año tras año el belén se queda en un sueño efímero nunca materializado. Pero este año hay un motivo más para irse a comer a la cocina: reivindiquemos las figuras de la mula y el buey. Ahora que necesitamos más que nunca aferrarnos a lo que nunca se ha cuestionado, en vez de seguir creyendo a pies juntillas en esa configuración imposible de figuras alrededor de un pobre portal, se empieza a cuestionar la realidad de que todos los actores estuvieran realmente presentes.

Justo cuando necesitamos algo en lo que creer sin más, sin explicaciones, sin ciencia, vienen a decirnos que lo de la mula y el buey va a ser una licencia poética. Se empieza por los animales y se acaba con la historia.

Pronto saldrá alguien a recordar que lo del nacimiento debió ser más en marzo que en diciembre. Otro cuestionará si en aquellos lares realmente nevaba. Que lo del censo no está nada claro… Y así hasta que o nos quiten la ilusión o, este año sí, pongamos en belén en su máxima expresión. Con mula y con buey. Aunque haya que comer en la cocina.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Incontinencia social



No quiero ni imaginarme qué ha sentido esa pobre chica al tener la certeza de que el líquido caliente ha emprendido su camino imparable al exterior en medio del aula. O del pasillo, me da igual.

¿Qué tipo de vergüenza o pudor le habrá impedido pedir ayuda? ¿O no ha sido pudor y ha sido otra certeza? Porque mira que es duro mirar a tu alrededor y tener la seguridad de que ninguno de los que te rodean va a echarte un cable.

Sí, quiero pensar que ha sido el pudor.

Una chica con gran discapacidad, estudiante de una facultad madrileña, se ha tenido que ir a casa, mojada y hundida, después de no poder aguantar más y no tener a nadie que le ayudase a ir al lavabo.

Cuenta la noticia que a causa de los recortes se ha eliminado la persona que ayudaba en la universidad a los estudiantes con gran discapacidad. Pero no es eso lo que cuenta la historia.

Se puede entender que algo así pueda llegar a ocurrir en soledad. Pero, ¿y sus compañeros? ¿Y los profesores? ¿Y cualquier ser con un mínimo de humanidad que pasara por allí?

Sí, quiero pensar que ha sido el pudor.

Y que por eso no ha pedido ayuda. Y que ese orgullo (¿o dignidad?) le ha llevado a tan embarazosa situación.

Pero cuenta la noticia que ha sido por los recortes. Y yo sigo viendo que cuenta la historia que hemos creado una sociedad donde nadie ayuda a nadie si no hay un papel en el que se explicita que eso está entre sus funciones. Y eso pasa por encima de los malditos recortes.

No es un problema de incontinencia urinaria de alguien que tiene tal fuerza de voluntad que se sobrepone a su discapacidad, esforzándose por aprender y por tener una vida plena. Es una absoluta incontinencia social que pasa por encima de cualquier atisbo de humanidad, esforzándose por avanzar con el mínimo trabajo y ninguna incomodidad.

Definitivamente, quiero pensar que ha sido el pudor.

lunes, 19 de noviembre de 2012

El estigma de la vulnerabilidad


Leo que hay una clase intermedia entre la clase media y la clase más pobre. Les llaman los vulnerables y se aplica a quienes, en América Latina, ganan entre cuatro y diez dólares al día. Con esa cifra en España nos moveríamos más en la línea de la pobreza que en la de ninguna otra clase social, pero lo que me ha llamado la atención y que sí es totalmente aplicable a nuestra sociedad es ese concepto de vulnerabilidad.
Porque si algo está machacando esta maldita crisis no es solo nuestro disponible en cuenta corriente ni la realidad de nuestro día a día. Lo que ha cambiado es que ya no nos sentimos irreductibles sino totalmente vulnerables.
Y esa sensación de desamparo es la que hace que los números de la cuenta parezcan aún más exiguos, que los meses sin trabajo parezcan una eternidad y que el solo hecho de pensar en el futuro nos erice el vello.
Porque, aunque ganemos más de diez dólares al día, el temor a que mañana esto deje de pasar nos hace vivir en un continuo sinvivir, compartiendo nuestros días con desazón y mal humor, minando nuestra capacidad de disfrute y llevando toda nuestra experiencia vital al triste y frío ámbito de lo económico.
Nos hemos convertido en seres tan frágiles, tan dependientes de lo que podemos dejar de tener que esa debilidad nos lleva a sucumbir fácilmente a los vaivenes de un mundo que navega sin rumbo.
Y en medio de ese mar de incertidumbre vivimos con una mínima presencia de ánimo esa enfermedad que nos hace aferrarnos a lo que aún nos queda como si fuéramos un náufrago agarrado al último tronco que flota en el mar.
El entorno nos ha hecho débiles y ha dejado en un segundo plano las cosas que de verdad importan. Una vez atacados por el virus de lo económico no tenemos fuerzas para enfrentarnos a lo que de verdad importa: familia, amigos, salud, proyectos… Quizá nuestra mayor debilidad estribe en habernos hecho tan vulnerables a lo material.

viernes, 9 de noviembre de 2012

La vida por la ventana



No pudo más. Todo lo que había dado por seguro se estaba esfumando a la misma velocidad con la que el viento levanta la niebla. De sus ojos fue desapareciendo como en un sueño todo aquello que le había dado estabilidad en los últimos años.

Su trabajo iba de mal en peor, cobraba un mes no y otro, quizás. Pero él continuaba con su ritmo de siempre y seguían con la misma rutina. Hace tres años incluso se permitieron echar la casa por la ventana y se fueron de crucero buscando un poquito de calor y aspirar algo de eso que llaman lujo.

De repente, todo se precipitó. Empezó a no cobrar un mes sí y otro, tampoco. Él se quedó sin trabajo. Y sin prestación. “¡Maldito régimen de autónomos!”. “¿Y ahora, qué?”.

Los ahorros de toda una vida apenas dieron para unos meses. Los hermanos y los padres echaban una mano, pero tampoco andaban mucho mejor y llegaban al plato de mediodía, pero el agua y la luz empezaban a ser palabras mayores.

Por no hablar de la hipoteca. Ya no recordaba de quién fue la idea de comprar ese piso. Y la ilusión de aquella mudanza se había trocado en amargura en los últimos tiempos.

El primer aviso vino por teléfono. A fin de cuentas, todos se conocían y el director del banco era uno más. Le dijo que tenían unas letras por pagar, que si querían revisar algo, que no le aguantarían mucho más sin empezar las amenazas de la central…

Ella le dijo que no se preocupara, que era una mala racha, que a ella le iban a pagar los atrasos y que a él le saldría algo pronto, seguro. Pero nada de aquello pasó y lo siguiente fue la pesadilla vertiginosa.
Las cartas, los requerimientos, hasta que llegaron ellos. No tenían que ver con el banco ni con aquella pobre gente, pero les tocaba pasar por el trance de sacar a la gente de su casa, arrancarles los recuerdos y dejarles en la más absoluta sensación de desamparo. También para ellos eran días para borrar.

Llamaron al timbre, ella les abrió. Subieron. Entraron. No la encontraron. No había nadie. Solo una silla junto a la ventana. Y una vida que se había ido.

(Esta historia solo coincide en los hechos finales con uno de los suicidios de esta semana. El resto es pura imaginación, aunque no andará lejos de la realidad. Descansen en paz).