Erase una vez un país en el que todo era luz y color. Quien
más, quien menos, cualquiera se calzaba un coche de tecnología alemana y alta
gama y disfrutaba de un hermoso domicilio pagado en cómodos plazos a treinta
años, que no es nada.
En ese mundo en tecnicolor surgieron, ¡oh que ordinariez!,
nuevos impuestos que incomodaban al más pintado. Pero ahí salió la vena
hispánica: “defraudando, que es gerundio”. Y así se hizo: al finalizar cada
trabajo profesional se generalizó la expresión: “¿Con factura?”. Porque, claro,
la diferencia era pagar el IVA o no pagarlo.
Y se cometió el pecado generalizado: que levante la mano
quien nunca haya dejado de pagar a conciencia siquiera el IVA de cambiar un
grifo, ¿alguien?, ¿nadie? Pues bien pocos. No hace falta un estudio de esos de
“expertos afirman….”.
Pero el país se iba decolorando y se extendió aquel juego de
picaresca. Desde la inocencia de la sisa del ama de casa a la picardía
profesionalizada de empresarios que hicieron del “sin IVA” una caja sin fondo.
¿O con fondo negro?
Porque a fuerza de no meter dinero en la caja de todos sino
en la caja del dinero b, el país se fue haciendo igual de negro que el nombre
de aquellos billetes que, de repente, dejaban el circuito legal para llevar una
vida paralela.
En esa vida, unos pocos disfrutaban de lujos y placeres, los
menos. Mientras, los más iban viendo como los colores de su vida, su entorno en
tecnicolor, se parecía cada vez más al blanco y negro de las películas de
Berlanga que al oro y oropeles de pocos años ha.
Y es así cómo las cajas con ese dinero negro han ido
expandiendo su oscuridad por una sociedad que, por fin, se revuelve contra ese
carácter patrio. Y a fuerza de ver en sus representantes su imagen proyectada,
aumentada y deformada, se ha dado cuenta de que hubiera sido mucho más fácil
mantener un país a todo color si no hubiéramos cogido el tentador atajo del
dinero negro.