martes, 26 de mayo de 2015

El traje del emperador


En estos días de ángeles caídos se oyen a nuestro alrededor (cuando no somos nosotros mismos quienes lo decimos) toda clase de improperios y malas palabras calificando a los que han perdido su poder. Ayer eran emperadores de pírricos imperios y hoy no son más que perdedores.

Es cierto que siempre tuvieron críticos, pero las hordas de aduladores que los auparon y mantuvieron en lo alto se diluyen al tiempo que su poder desaparece por el desagüe del olvido.

Mientras dura ese viaje en espiral quedan al descubierto otros personajes: los “arrepentidos”. 

¿Quiénes son? Los antiguos falsos aduladores (¿hay alguno que no sea falso?). Los profesionales del asentimiento, de dar siempre la razón, de no cuestionar ni lo indefendible y aplaudir incluso lo más ridículo. Sí, igual que los aduladores convencidos, pero con un carácter totalmente mercenario y con afecciones que sistemáticamente se arriman al sol que más calienta.

Dentro de este tipo de arrepentidos los hay más y menos hábiles. Los hábiles se van despegando sigilosamente del nuevo apestado social (su antes loado jefe) y con discreción van acercando posiciones en torno al monarca emergente mientras forma su corte de validos (sin tilde: lo normal es que no muchos sean válidos).

Los más imprudentes, ansiosos y deslenguados empiezan a clamar ante todo el que quiera escucharles (y ante los sufridos que no tenemos ningún interés) que el emperador caído en realidad iba desnudo, que sus trajes italianos a medida no eran más que una mentira que todos sustentaban por mantener sus favores o por el miedo de todo subordinado hacia el amo y señor de los designios de su nómina.

Pero que él (el arrepentido) nunca comulgó realmente con el defenestrado, que realmente siempre supo que bajo aquella supuesta magna inteligencia tan públicamente alabada no había realmente nada extraordinario. Que sabía que iba desnudo.

Y todo por no hablar de las prácticas de dudosa honestidad a los que todos hacían oídos sordos pero que ahora seguro que destapará el nuevo emperador que, este sí, es el bueno, magnánimo y con buenos trajes (que se paga él mismo, faltaría).

Así es el ser humano: mantiene su hipocresía, sobre todo por miedo y cuando hay nómina por medio, hasta que el amo de su destino pecuniario cambia. Y, entonces, decide: olvida y pasa página o pierde los papeles descubriendo la desnudez del emperador destronado. 

Demasiado tarde.

martes, 19 de mayo de 2015

Operación comunión


Mi hijo acaba de merendar media barra de pan, un vaso de leche con toda su grasa y un sobao que rezumaba mantequilla. Por supuesto, yo lo he mirado desde la distancia, recordando el triste pedazo de piña sin aliño alguno con el que me he dado un amago de festín vespertino.

A él no le irán las calorías al michelín, a la lorza o a la curva de la felicidad. Pero es pasar de los treinta y convertirnos en transformadores de aire en carnes. A este efecto se le suma el encogido de la ropa de verano en el armario y es así como, año tras año, nos enfrentamos (cada vez con menos éxito) a la operación bikini.

¡Cuánto sufrimiento para tan poco rendimiento!

Y, por si fuera poco, nos encontramos con que año sí, año también, la operación bikini se adelanta porque tenemos una comunión primaveral. O varias. Y, claro, empezar a probarse trajecitos en tonos pastel que dejan todo lo acumulado durante el invierno a la vista y entrar en frustración en barrena es todo uno. Por no hablar del blancor…

En fin, que es así como el mes de abril, año sí, año también, se nos pasa en un ay de sufrimientos y penitencias dietéticas, e incluso deportivas, para llegar con dignidad a las citas familiares marcadas en nuestro calendario.

Y no, no es solo cosa nuestra. Ellos también se ponen. Aunque suele ser solo en el caso de eucaristía del propio descendiente. Con diferencias. Nosotras pecamos de optimismo y nos compramos el traje en el que hemos de caber el día señalado sí o sí (“Uy, cómo aprieta y qué mal cierra la cremallera en este probador”) mientras que ellos adaptan uno del armario o se compran el que les queda bien antes de someterse al estricto “lechuga y pechuga”.

Y, cuando llega el gran día, ¿qué ocurre? Pues ahí estamos nosotras. Estupendas, sonrientes, erguidas, inmovilizadas en la postura en la que hemos logrado echar todos los cierres. Sin respirar. ¿Y ellos? Bailando holgadamente dentro de su traje.


¿Resultado? En las conversaciones de cóctel y banquete es el padre el que más veces escucha aquello soñado en esas noches de ensalada sin aceite: “Estás más delgado”. Mientras, nosotras, nos conformamos con cumplidos genéricos del tipo, “¡Qué guapa estás!” o “¡Qué vestido tan elegante!”. Tanto esfuerzo para tan poco reconocimiento.

miércoles, 13 de mayo de 2015

El precio de la infidelidad


Soy fan absoluta de las películas de sobremesa serie C que emite la cadena triste en fin de semana y que la cadena pública ha sustituido recientemente (qué desatino) por sendos culebrones patrios entre semana en la primera franja de la tarde.

Me apasionan los títulos, tan parecidos entre sí como sus argumentos y personajes. Y aunque este titular es más de las de factura norteamericana (Canadá incluido), lo cierto es que, sobre todos las alemanas, seguidas de cerca por las suecas, tienen un efecto catártico y narcótico sobre el ser humano digno de estudio.

Pero no, mi infidelidad no podría protagonizar uno de estos guiones predecibles y, para empezar, ni siquiera soy rubia. Eso sí, las compañías telefónicas de este país se han encargado de dejarme claro que una infidelidad nunca sale gratis. Aunque el contrato que medie sea meramente mercantil y nada tenga de sentimental.

He querido cambiarme de compañía. Harta de décadas de silencio al otro lado (miento: musiquita martilleante durante inagotables minutos) y deseosa de que alguien me hiciera caso como cliente buena que soy, me lancé a tener una aventura.

Una vez contactada la nueva compañía poco se hicieron esperar los mensajes y llamadas de la antigua. Esas señales que hubiesen hecho que nuestra relación no se resintiera por la rutina y la indiferencia aparecían justo ahora que yo quería dejarla. Muy digna, me hice la indiferente y les dije que a buenas horas.

Y llegó el día de la cita con el nuevo operador. Encerrada en casa desde las 8 de la mañana, sin móvil, estuve esperando como el triste de la canción de Perales. Y, como en la canción, así me quedé: esperando. Nadie apareció.

Llamé indignada desde el fijo, último nexo de unión con el exterior. Cancelé (tras cuarenta minutos de música infernal y tres operadoras) todo lo que implicaba la nueva relación y así es como he vivido (sí se puede) varios días sin móvil.

Ahora bien, la vuelta a lo conocido, el regreso al hogar ha sido complejo y amargo, cabizbaja y un puntito humillada: restaurada la línea móvil ahora la penitencia pasa por diez días sin fijo ni ADSL. Hasta que venga el técnico. Miedo me da el despecho.


Moraleja: visto lo visto, en telefonía es aplicable el “más vale malo conocido”. No se sabe si hay bueno por conocer y el precio de la infidelidad es la incomunicación. 

martes, 5 de mayo de 2015

Periodismo con clase


Estas dos últimas semanas la casualidad, si es que existe, ha querido que me reconciliara emocionalmente con esta profesión que, según me recordó una compañera de colegio, elegí hace treinta años.

No corren buenos tiempos para la libertad de expresión, no por presiones dictatoriales, pero sí porque el poderoso caballero don Dinero es quien guía nuestros destinos, también en el mundo de la comunicación.

Sin embargo, tres grandes profesionales y la casualidad, como decía, me han hecho recordar por qué algunos locos idealistas elegimos esta profesión y no otra.

Una tarde cualquiera de abril me encontré en un auditorio escuchando a Rosa María Calaf. Su imagen inconfundible y su voz siguen tan intactas como su pasión por una profesión “de compromiso” porque periodistas como ella aún piensan que “una sociedad no informada es una sociedad vulnerable” y nos recuerda que “no dejar saber ha sido históricamente una forma de dominar”.

Imposible no recordarla en sus crónicas desde Nueva York o desde los más de cien países en los que ha estado al pie de la noticia. Pero, siempre con la realidad por delante, no duda en abrirnos los ojos y decirnos que “la globalización ha abolido las distancias, pero no las diferencias”.

Así sí. Es por esas creencias, por esa perspectiva, por lo que esta profesión merece la pena a pesar de todo. Pero me quedan aún dos grandes profesionales: uno que se ha ido y uno al que muchos habrán conocido en estos días.

Nadie de mi generación y las anteriores olvidará esa forma de arrastrar las palabras, esos gestos tan personales y esa forma de contar historias. Con Jesús Hermida se ha ido un maestro, un referente, un innovador y un modelo. Recordarlo en su adiós ha sido volver al origen de esta vocación.

Y, para terminar, el más querido. El que siempre estaba ahí cuando dábamos nuestros primeros pasos como becarios en la redacción del periódico y que contaba historias maravillosas, incluso de hechos para otros insignificantes. Javier Millán, periodista y compañero que ha visto recompensado su trabajo y buen hacer con un prestigioso premio periodístico. 

Y son estas tres personas, estas tres circunstancias, las que me han hecho recordar la importancia de este trabajo y recuperar el entusiasmo por esta profesión. Quizá la mejor de todas.