Uno de los motivos por los que
hacerse mayor resulta tan poco gratificante es que cada vez hay menos cosas
que descubrir y cada vez hay menos primeras veces. Por mucho que la curiosidad
siga estando ahí, las experiencias parecen reducirse a un espectro de
posibilidades finitas y desaparecen las sensaciones de eternidad e ilimitado
omnipresentes en las sensaciones infantiles.
Pero no todo en la infancia (por
no hablar de la inestable adolescencia) son situaciones increíbles, nuevas,
edificantes… El aprendizaje sin frustración es poco posible y nada
recomendable.
Hace unos años, en los tiempos de
bonanza que ahora ya suenan a pasado, se nos inculcó que los niños no debían
ser contrariados, que debían tener todo lo que deseaban, que no tenía que
crecer en ellos la semilla de la frustración.
Fueron años de niños consentidos,
poco familiarizados con recibir un “no” como respuesta o entender la necesidad
del esfuerzo para obtener una satisfacción personal. La cultura de la recompensa
porque sí y sin contrariar al niño creó una generación que navegó sin
directrices claras, bajo la bandera de una falsa libertad, sin darle
importancia a la autoestima que nace del trabajo bien hecho.
Aun así, los padres de entonces
no pudieron evitar las frustraciones asociadas a las relaciones. Y no
consiguieron sacar de las vidas de aquellos niños tan protegidos la desazón de
no poder alcanzar todo lo que se desea.
Porque al echar la vista atrás se
ve que la dolorosa frustración tiene su papel. Y es inevitable. Y que hay que
aprender a vivir con inconvenientes, desagravios, malentendidos, sinsabores, carencias…
Porque, aunque duele, también enseña a sobreponerse, a ser fuerte, a conocer al
prójimo… Lo que viene siendo madurar.
Aun así, y desde la perspectiva
infinita del niño, ¡qué duras son las primeras frustraciones!