Hace días que la notaba rara. Distraída. Quizás distante. Es
discreta, poco dada a hablar de sus cosas. Sobre todo cuando lo que le sucede
no es agradable. Pero sí, le notaba rara. Hoy he sabido por qué.
Hace dos semanas que su marido perdió su trabajo. Autónomo.
No va a recibir prestación ni subsidio. Si sumamos que ambos tienen más de
cincuenta años, dos hijas que estudian y no tienen opciones de trabajar y que
ella también está en paro, ¿qué obtenemos? Pues, tal y como están las cosas, la
radiografía de una familia española normal en 2012. La misma que hace tres años
alquilaba un apartamento en la playa en verano y cambiaba de coche cada cinco
años y que hoy no sabe cómo comerá mañana.
Por no hablar de la pareja mayor, con un hijo en el vórtice
de las generaciones perdidas. A duras penas llegando a fin de mes con la ayuda
del alquiler de aquel pisito periférico donde nacieron sus hijos.
Pero los inquilinos también se han quedado en paro.
Inmigrantes sudamericanos que vuelven a hacer las maletas
probando suerte, quizás en Madrid, quizás en otro continente. Y dejan ese
pisito vacío y a la pareja mayor sin ese ingreso que les permitía vivir sin
apreturas mientras llega la jubilación de ella y el ansiado trabajo para ese
hijo que no encuentra el rumbo.
Sin ingresos, sin perspectivas, sin ilusión. Lo que antes
era excepción. “La amiga de una amiga de una amiga”. Con más de cinco millones
de parados estas situaciones antes extremas se han convertido en situaciones
tan frecuentes y cotidianas que solo ahondan en una tristeza colectiva que ya
parece estructural. En un viaje de desidia colectiva que parece llevar a
nuestra sociedad al centro del infierno.
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