(Esta historia, que bien pudiera ser real pero que contiene
dosis elevadas de ficción, se desarrolla
en un hospital cualquiera de una autonomía cualquiera cualquier día de este año
aciago que no ha hecho sino empezar).
Leyó las instrucciones: “Si le duele, acuda a urgencias”.
Pasó toda la noche haciéndose el valiente pero la mañana desató la evidencia:
el dolor no se iba por sí solo. Consecuente, tampoco optó por la automedicación
y directamente siguió las instrucciones.
Llegó a media mañana. “Veintisiete asientos”, contó. Casi
todos ocupados. En la primera hora fueron relevándose los colegas de espera,
pero algo pasó en la segunda y sucesivas: solo llegaban nuevos pacientes y por
megafonía solo llamaban repetidamente a una tal “Dolores”. Al final todos se
percataron de que “Loli” solo era una ficción para mantener viva la esperanza.
Pronto fueron más los desesperados de pie que los sentados.
Pero él ostentaba una marca: era el más veterano. Mientras, pasaban las
enfermeras, esquivando toses, camillas y malas caras, se sabían incomprendidas:
a nadie le importaba la reducción del 25% de su salario, solo recibían miradas
agrias y angustiadas de los que esperaban oír su nombre por la megafonía.
Como veterano, todos le miraban con respeto que se iba
acrecentando cada hora “Llevo cuatro horas”, afirmaba con prepotente resignación,
tras superar la desesperación de las horas precedentes. Llegado un momento
parecía que incluso se iba a producir un
motín de agraviados (pacientes) contra agraviados (personal sanitario), pero
pudieron más las necesidades de ser atendidos y seguir cobrando (aunque sea
poco).
Al cumplirse las seis horas, tras ver pasar a un médico con
la barba azul, oyó su nombre. Increíble. Después de tres minutos de exploración
y sin llegar a ningún diagnóstico, por fin, pudo marcharse. Seis horas. Tres
minutos.
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