Que vivimos en un país gris en el que nos esforzamos por
ubicarnos en el bando blanco o en el bando negro no es novedad. Parece que
vivimos con una necesidad imperiosa de ubicarnos en uno de los dos lados de la
frontera (el nuestro o bueno y el otro o malo) para no quedarnos desenganchados
del rebaño.
¿Qué pasa si a alguien se le ocurre decir que Garzón ni fu
ni fa y que le parece que ha hecho cosas bien pero que la sentencia se ajusta a
derecho y es, por tanto, justa? Pues que le tachan de loco. “Fascista”, dirán
unos. “Rojo”, dirán otros.
Simplemente porque no ha catalogado a Garzón como “bueno” o
“malo”. Hay que tomar partido. O por los
que defienden lo exacto de la sentencia o por los que defienden la inefabilidad
del exjuez. Porque no hay medias tintas.
En este país no se puede pensar que el jurista tuvo aciertos
y desatinos en su ejercicio profesional. O es un héroe defensor de los derechos
humanos y perseguidor de terroristas y corruptos o es una diva que solo ha buscado
la fama a través de procesos con tintes de megalomanía.
En estos días la línea que traza la divisoria entre las dos
Españas la ha trazado el exjuez Garzón. A un lado sus partidarios (que se han
apoderado del ideario progresista, de la república y del concepto de izquierda),
al otro sus detractores (tachados por los otros de fascistas mientras que ellos
alegan que la sentencia aplica la ley vigente y que la justicia es para todos,
sin excepción).
Si ha optado por no posicionarse sepa que es diana de unos y
otros. Partidarios y detractores se unirán contra usted por no comprender que
prefiere analizar en vez de prejuzgar.
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