De un tiempo a esta parte confieso que dedico más tiempo a
leer en los diarios digitales los apuntes de los lectores que las propias
noticias. Por supuesto, he disfrutado enormemente con los comentarios dedicados
a las reflexiones sobre el alma de Mariló Montero, pero creo que tanto
trascendencia de la presentadora como el ataque de los lectores han ocupado ya
suficiente espacio, moviéndose entre el escarnio generalizado y la indignación
de los más cuerdos.
La información que me ha llevado a reflexionar ha sido la
doble noticia de Javier Marías: distinguido con el premio Nacional de
Narrativa, confirma horas después la renuncia con la que algunos especulaban
desde el momento del anuncio.
Y es tan raro el qué y el porqué que es normal que uno de
mis admirados comentaristas de diario diga que las personas como él están “en
peligro de extinción”. Y es cierto.
Porque ha sido capaz de renunciar tanto a la gloria de un
reputado premio institucional (de segunda fila, apuntan algunos) como a los
golosos veinte mil euros porque ya había advertido años atrás que nunca
aceptaría ningún premio institucional español. Viniera del gobierno que
viniera. O sea, alguien que prefiere salvaguardar su independencia creativa
aunque la contrapartida sea dejar un hueco en su palmarés y otro en su cuenta
corriente.
Por supuesto, los escépticos de uno y otro lado han hablado
de que su rechazo viene motivado por el color de la mano que otorga el premio
(esto, los conservadores) o que con la no aceptación ha hecho una campaña
publicitaria que vale millones (esto, los progresistas).
Pero, por una vez, ¿por qué no creemos en la coherencia de
la persona? Javier Marías ha sido consecuente con lo que anunció hace años, en
una postura con la que pretende honrar a figuras que considera como sus
maestros y que nunca obtuvieron reconocimiento oficial al tiempo que pretende
huir de polémicas. Y sentir que no se ha vendido ni a unos ni a otros por un
puñado de euros debe resultar realmente gozoso para alguien como él.
Enhorabuena, Javier.
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