No hay nadie que no conozca a alguien inmerso o amenazado
por un ERE. Hay empresas que, de hecho, sobreviven machacando a su últimos
empleados con continuas alusiones a un posible ERE que no acaba de llegar (lo
más seguro que por no cumplen todos los requisitos legales), pero bajo cuya
coacción saben que la gente aguanta lo que le echen.
Desde la empresa que penaliza cada error con cincuenta euros
que deduce puntualmente de la nómina siguiente (por supuesto, situación
denunciable sobre la que nadie se atreve a chistar) hasta la empresa arrastrada
por la debacle de las administraciones y empresas privadas que acaban pagando
los curritos (probablemente los que han sacado a flote el barco en los últimos
lustros).
Mientras en Andalucía algunos aprovecharon los expedientes
reguladores para que cobraran indemnizaciones hasta los muertos, en el resto de
España la realidad es que miles de profesionales se están viendo de repente en
la calle, a tiempo completo o parcial, casi con una mano delante y otra detrás.
Y poniendo buena cara, claro está.
Me dice la última amiga afectada por el ERE de una empresa
pública: “Tengo que estar todo el mes aquí, haciendo lo mejor que puedo mi
trabajo en lugar de estar en mi casa, dignamente, buscando trabajo”. Porque,
eso sí, trabajando hasta el último minuto y dejándose la piel, y es que el que
es profesional no deja de serlo solo porque por politiqueos su cotización se
haya devaluado.
Además del problema económico que sufre cualquier trabajador
afectado por un ERE, ¿se han planteado lo que es vivir cada día con la espada
de Damocles rozando con su afilada punta la cabeza de un empleado que no deja
de ser una persona que siente, que padece y que es, existe? Cualquier empleo
pende hoy día de un hilo, pero en situaciones con plan de ruta hacia el abismo
resulta difícil combinar la dignidad con humillaciones e injusticias.
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