Una
mañana más, en el bar de siempre, con las mismas caras de cada día. En medio
del repaso de la jornada anterior aparece alguien fuera de contexto. Es Jaime,
hemos trabajado con él en algunos proyectos hace meses. Lleva las relaciones de
una asociación de discapacitados que hace lo imposible desde hace años para conseguir
fondos para los chavales (y menos chavales).
Imaginación,
ilusión, esfuerzo… nada de eso les falta ahora, pero la conversación de hoy no
está llena de banalidades de hora del desayuno ni de proyectos esperanzadores.
Nos mira con tristeza y comenta que va a informarse sobre el futuro de la
subvención, ingreso principal con el que subsiste el proyecto. “Si nos quitan
lo que dicen, tendremos que cerrar”.
Y se
marcha. Con un punto de desesperación y otro de determinación. Lucharán hasta
el final por no dejar en la calle no solo a decenas de empleados sino a decenas
de personas que necesitan de su ayuda y para quienes son absolutamente
imprescindibles.
Porque,
¿alguien ha pensado en los últimos? ¿Qué va a pasar con las personas
dependientes? ¿Vamos a ser incapaces de atenderles, ayudarles y darles todo lo
que necesitan para tener una vida digna y feliz? Parece que la respuesta va a
ser que no.
Y si
duro es quedarse sin trabajo y tener que empezar desde cero, ¿podemos imaginar
lo duro que será para ellos y sus familias quedarse sin la ayuda con la que
contaban hasta ahora? ¿Cómo empezar de nuevo sin ayudas?
Imaginación
y fuerza no les falta. Padres que recorren maratones, campañas solidarias para
recoger tapones, pasarelas de moda… Pero no es suficiente. Nuestra sociedad no
puede olvidarles, no puede dejarles en última posición en la lista de ayudas
porque para ellos no es algo superfluo sino cuestión de supervivencia.
No son
los últimos. Son especiales. Y el verdadero valor moral de nuestra sociedad se
medirá con nuestra respuesta a los que nos necesitan siempre. También ahora.
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