jueves, 26 de enero de 2012

Primeras frustraciones

Uno de los motivos por los que hacerse mayor resulta tan poco gratificante es que cada vez hay menos c­­­­­­osas que descubrir y cada vez hay menos primeras veces. Por mucho que la curiosidad siga estando ahí, las experiencias parecen reducirse a un espectro de posibilidades finitas y desaparecen las sensaciones de eternidad e ilimitado omnipresentes en las sensaciones infantiles.
Pero no todo en la infancia (por no hablar de la inestable adolescencia) son situaciones increíbles, nuevas, edificantes… El aprendizaje sin frustración es poco posible y nada recomendable.
Hace unos años, en los tiempos de bonanza que ahora ya suenan a pasado, se nos inculcó que los niños no debían ser contrariados, que debían tener todo lo que deseaban, que no tenía que crecer en ellos la semilla de la frustración.
Fueron años de niños consentidos, poco familiarizados con recibir un “no” como respuesta o entender la necesidad del esfuerzo para obtener una satisfacción personal. La cultura de la recompensa porque sí y sin contrariar al niño creó una generación que navegó sin directrices claras, bajo la bandera de una falsa libertad, sin darle importancia a la autoestima que nace del trabajo bien hecho.
Aun así, los padres de entonces no pudieron evitar las frustraciones asociadas a las relaciones. Y no consiguieron sacar de las vidas de aquellos niños tan protegidos la desazón de no poder alcanzar todo lo que se desea.
Porque al echar la vista atrás se ve que la dolorosa frustración tiene su papel. Y es inevitable. Y que hay que aprender a vivir con inconvenientes, desagravios, malentendidos, sinsabores, carencias… Porque, aunque duele, también enseña a sobreponerse, a ser fuerte, a conocer al prójimo… Lo que viene siendo madurar.
Aun así, y desde la perspectiva infinita del niño, ¡qué duras son las primeras frustraciones!

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