Esta, aparte de estar presente en nuestro día a día ante la
cantidad de sucesos increíbles que discurren ante nuestros ojos, es la frase
más usual de mi amiga, la directora de sucursal bancaria.
Hace unos años nos contaba historias cercanas al reino de
fantasía sobre cómo cualquiera se acercaba a solicitar un préstamo justificando
documentalmente unos ingresos medios (casi mediocres, vaya), pero argumentando
que en sus actividades de fin de semana (llámese hacer paellas gigantes,
llámese pintar pisos) se sacaba un sobresueldo que lo sacaba de la mediocridad
financiera.
Y los bancos, sin prueba documental adjunta, asentían y mi
amiga no tenía más remedio que dar crédito porque así lo dictaminaba la comisión
de riesgos de su entidad, a pesar de la poca confianza que le daban esas
paellas por raciones.
Lejos quedaban los tiempos en que para comprarte un piso te
exigían nómina digna, legal y con antigüedad, contrato indefinido y aval de los
suegros.
Pero esto de las finanzas
vive sujeto a vaivenes cual moda de pasarela. Y volvemos a lo de antes.
Además, como en cualquier reedición, la nueva versión es aún más exigente. Y
hoy no hay quien suelte prenda. Ni dé un crédito.
Ya puedes ir al bancario con tu mejor sonrisa, tu mejor
escote o la nómina más jugosa. El “no” es la respuesta predeterminada salvo
para excepciones registradas en el “Manual del banquero en épocas de déficit” y
que deben ser menos de tres, visto lo visto.
Al final si uno quiere ir contracorriente y comprarse el
chaletito de sus amores o el cochazo de sus sueños y le importa un bledo lo que
diga Lagarde, lo tiene claro. O tiene el dinero contante y sonante o no hay
crédito que avale sus deseos. Así no hay quien compre.
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