martes, 24 de enero de 2012

No doy crédito



Esta, aparte de estar presente en nuestro día a día ante la cantidad de sucesos increíbles que discurren ante nuestros ojos, es la frase más usual de mi amiga, la directora de sucursal bancaria.
Hace unos años nos contaba historias cercanas al reino de fantasía sobre cómo cualquiera se acercaba a solicitar un préstamo justificando documentalmente unos ingresos medios (casi mediocres, vaya), pero argumentando que en sus actividades de fin de semana (llámese hacer paellas gigantes, llámese pintar pisos) se sacaba un sobresueldo que lo sacaba de la mediocridad financiera.
Y los bancos, sin prueba documental adjunta, asentían y mi amiga no tenía más remedio que dar crédito porque así lo dictaminaba la comisión de riesgos de su entidad, a pesar de la poca confianza que le daban esas paellas por raciones.
Lejos quedaban los tiempos en que para comprarte un piso te exigían nómina digna, legal y con antigüedad, contrato indefinido y aval de los suegros.
Pero esto de las finanzas  vive sujeto a vaivenes cual moda de pasarela. Y volvemos a lo de antes. Además, como en cualquier reedición, la nueva versión es aún más exigente. Y hoy no hay quien suelte prenda. Ni dé un crédito.
Ya puedes ir al bancario con tu mejor sonrisa, tu mejor escote o la nómina más jugosa. El “no” es la respuesta predeterminada salvo para excepciones registradas en el “Manual del banquero en épocas de déficit” y que deben ser menos de tres, visto lo visto.
Al final si uno quiere ir contracorriente y comprarse el chaletito de sus amores o el cochazo de sus sueños y le importa un bledo lo que diga Lagarde, lo tiene claro. O tiene el dinero contante y sonante o no hay crédito que avale sus deseos. Así no hay quien compre.

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