Hay un mal que nos asola en los últimos tiempos. Aunque
quizá sería más adecuado decir directamente que es un mal de nuestro tiempo.
Lejos queda la brillante oratoria de los políticos
decimonónicos y de principios del siglo XX. Lejos también los grandes líderes
surgidos de la nada capaces de llevar a las masas a la revolución, pacífica o
armada, pero siempre entregada y convencida.
No es que se echen de menos las revueltas sociales (quizás
porque ya empiezan a reaparecer peligrosamente y esto es solo el principio),
pero sí echamos de menos alguien que nos ilusione. Un líder carismático (aunque
suene a topicazo) no nos vendría mal.
En estos días de campaña permanente (a veces parece que aún
no ha pasado el 20N) una acaba por ponerse de mal humor con tanta palabra vacía
en medio de entregados (¿?) aforos que aplauden discursos vacíos de contenido
ofrecidos por oradores desapasionados.
Sosos, sosísimos. Incapaces de llevar a las barricadas a cualquiera
que se siente a analizar sus pobres discursos.
La duda estriba entonces en por qué seguimos prestándoles
atención. ¿Por qué no les dejamos
hablando solos hasta que se den cuenta de que predicar en el desierto es sermón
perdido?
De ahí a empezar a reflexionar sobre qué se puede,
efectivamente, hacer, solo hay un paso. El paso que deben dar algunos de
nuestros políticos. Hablar lo justo y bien. Hacer mucho y bien.
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