Entre los múltiples estudios que realizan al diario los
expertos y analistas no sé si alguno se ha parado a analizar cuánto tiempo de
nuestra vida destinamos a esperar una llamada. Desde el despertar hormonal
adolescente cuando pasamos horas esperando a que “él” llame hasta otros puntos
de inflexión que se dan en nuestro recorrido vital y que se inician con una
llamada.
¿Cuánto tiempo de espera invertimos en esa posible
entrevista de trabajo? Si antes pasaban semanas, ahora son meses de
incertidumbre alrededor de esa posible llamada que abriría un resquicio de
esperanza.
¿Y qué ocurre después de esa ansiada entrevista? Hay que
continuar esperando la llamada de admisión o decepción. ¡Cuánta angustia
acumulada alrededor del dichoso aparato! ¡Cómo cambia la vida después de esa
comunicación! Y sin que el que está al otro lado parezca darse cuenta de la
importancia de lo que está pasando al otro lado del satélite.
Porque estas llamadas tienen en común también la
impersonalidad (tal vez por pura profesionalidad) que deja traslucir el emisor.
Cuestión compartida cuando lo que se espera es el aviso para una intervención
quirúrgica.
Las listas de espera nos tienen semanas, tal vez meses,
viviendo en un “ay” cada vez que visualizamos un número de más de nueve cifras
en la pantalla de nuestro móvil. Sin poder planificar “por si acaso” y
enmascarando con el mal humor propio del inevitable retraso el también
inevitable miedo.
Miedo. Otro factor común de todo el que espera la llamada.
Una posible relación, un probable final, una esperanza laboral, un paso por el
quirófano… Situaciones de cambio e incertidumbre que marcan un capítulo de nuestras
vidas e inician su devenir con una simple llamada. Algo cambia después de ese
tono y nunca sabemos muy bien qué hubiera pasado si no hubiéramos contestado.
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