Desde luego, está claro que los días cruzados no llevan a
ninguna parte. Pero nada, una es de Teruel y, por tanto, persistente hasta el
aburrimiento: si sabes que cruzada no das medio paso al frente, no te cruces.
Pues nada.
Y, claro, al final pasa lo que pasa. Vas por la calle como
si el mundo no fuera contigo y alguien se percata de que tu cabeza debe estar
en una escala camino de Tombuctú, pero tu cartera está muy al alcance de su
mano. Y se la lleva.
Así de simple.
Cuando vuelves a la Tierra y te das cuenta de la
desaparición empieza lo entretenido: recuerda cuántas tarjetas tienes y de qué
entidades, busca los teléfonos en un móvil mientras intentas contactar con la
policía desde el otro (los móviles de antepenúltima generación no son en
absoluto atractivos para los cacos, de esa me he librado).
En los primeros minutos no consigues nada en absoluto. Pero
la espiral de nervios e inoperancia se acaba cuando consigues contactar con la
primera entidad, anulas las primeras tarjetas y te das cuenta de que lo mejor
para hablar con la policía no es el teléfono, es ir a la comisaria más (o
menos) cercana.
Ya en la comisaría te percatas de que no tienes ningún medio
de pago, ni un triste billete de autobús para volver a casa,… y de que no eres
nadie. Y surge la gran duda: ¿quién será el primero en creer (y acreditar) que
yo soy yo?
¿Los del banco y recuperaré mis tarjetas? ¿La policía y
volveré a tener DNI? ¿Tráfico y podré conducir? ¿La tarjeta sanitaria y podrán
visitarme y dar fe de mi estrés?
La verdad, asusta un poco salir mañana a la calle y empezar
a pasear el careto y la denuncia para demostrar que yo soy yo. Porque en euros
el botín ha sido escaso, pero sí, la moza (estoy segura: era una mujer) me ha
dejado sin fotos únicas de los que más quiero y sin identidad.
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