Entre los múltiples horrores de los que el ser humano es
capaz, sin duda hay uno que en el cuerpo a cuerpo gana a los demás, dejando por
delante solamente la crueldad de la muerte asestada por manos ajenas.
La violación, el acceso no consentido y violento a lo más
íntimo, es deleznable. Repugnante. Miserable. Infame. Se me ocurren todos los
adjetivos que llevan asociado horror, rechazo, vejación, humillación… Y tengo miedo
de quedarme corta.
Por eso, cuando llegan noticias del otro lado del mundo en
el que se reproducen violaciones en grupo que bien podrían haber protagonizado
las peores gentes sin alma del Medievo no cabe sino preguntarse: “¿Es este el
mundo que hemos creado?”.
Tanta tecnología, tanta ciencia, tanta filosofía para acabar
escuchando día tras día cómo en uno de los países que van a liderar el nuevo
orden mundial la mitad de la población escucha impasible los relatos de
violación múltiple con resultado final de muerte.
Es cierto que parte de la población se ha rebelado y
protesta, pero este primer mundo sin conciencia ha sido capaz de crear un país
emergente lleno de personas que hablan un magnífico inglés, programan
estupendamente, pagan y viven miserablemente y no tienen, como nosotros,
conciencia.
Las mujeres no han dejado de ser en ciertas culturas ese
personaje de segunda dedicado a perpetuar la estirpe del macho que dispone de
ellas en cualquier forma y circunstancia. Sin derecho a réplica. Sin derecho a
ejercer su libertad ni siquiera sobre su cuerpo.
Porque, ¿qué grupo de seres humanos es capaz de planear
semejante acto? O, peor, aún, de sumarse al festín de horror carnal sin pensar
que la víctima es algo más que un sexo accesible bajo una fuerza brutal.
Desde luego, nuestra sociedad no avanza. Recula. Los países
sobre los que va a recaer el peso de la economía en un futuro inminente han
recibido toda nuestra influencia de capitalismo salvaje. Se nos olvidó explicar
la lección de la conciencia, la libertad y los derechos. Casi nada.
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