Mentir no es bueno. Vaya eso por delante. Conlleva engaño y,
sobre todo, requiere de una gran memoria para evitar daños colaterales y
consecuencias desproporcionadas. No vale la pena.
Pero no es menos cierto que la sinceridad está
sobrevalorada. Sobre todo porque tenemos la manía de presentarla desnuda, sin
artificios, sin cuidar las formas. Como si así el vertido de sinceridad fuese
más auténtico. Sin pensar que solo conseguimos con esa brusquedad generar
cierto rechazo a la verdad. Y así iniciarnos en el cómodo y frágil camino de la
hipocresía.
No hay más que oír una conversación entre mujeres: “¡Hola,
guapa!”, solemos comenzar. Claro, es mucho más fácil empezar así una
conversación que con un “Pero hija, ¿cuántos días llevas sin dormir?” o “¿Cuánto
hace que no visitas a tu peluquero?”.
Por supuesto, esta hipocresía social no es potestad
exclusiva de las mujeres y en entornos mixtos o masculinos se da con
conversaciones igual de poco trascendentales sobre temas banales que, al final,
nos hacen la vida más llevadera y nos permiten vivir con una expresión más
sonriente que si paseáramos sin recato con la verdad sin tapujos.
¿Es eso mentir? ¿O es solo cuestión de supervivencia social?
Se trata de la necesidad de establecer unos límites dentro del entramado
normativo social. Por mejorar la convivencia.
Al igual que las mentiras piadosas que cada día nos vemos
abocados a desgranar para evitar conflictos. ¿Quién no ha recibido una llamada
de una compañía telefónica y ha interrumpido el segundo argumento del operador
con un falso “tengo permanencia”? ¿Quién no responde a una oferta de seguros
con un “es que trabajo en una aseguradora”?
Pequeñas mentirijillas que evitan pérdidas de tiempo a los
operadores y confrontaciones sin más resultado que el mal humor a los
receptores asaltados por esas llamadas no solicitadas. Optar por la brutal
sinceridad (“no me interesa en absoluto lo que me está diciendo”), la verdad, a
veces no lleva a ninguna parte.
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