(Publicado el 22 de diciembre de 2008)
Por esos extraños mecanismos de recuerdos involuntarios en estos días han reaparecido escenas que se fueron acumulando en la memoria desde bien pequeña.
Cada día, en vacaciones,
después de comer en casa de los abuelos, las pieles de naranja, melón,
mandarina… cada una en su temporada, no iban camino del entonces exiguo cubo de
la basura.
Durante la sobremesa, mis
abuelos se encargaban de convertirlas en cuadraditos uniformes, del tamaño
justo para servir de alimento para las gallinas. De aquellos platos blancos
metálicos, casi siempre algo desconchados y con borde azul, el desperdicio
reconvertido en alimento iba directo al comedero del corral.
Pasaron los años, pero
aquel pequeño ritual se repitió durante las sobremesas sobreviviendo incluso a
las propias gallinas.
Eran aquellos ratos los
que aprovechaba para preguntarles cosas de la guerra. Nunca me contaron cuentos
para niños sino historias de hambre, de miseria y de miedo.
Cada uno luchó en un
bando. Uno, incluso, en los dos. Pero lo que guardaron no fue rencor a los del
otro lado, sólo esas historias de momentos duros en los que se luchaba contra
el frío y el hambre con alpargatas y sin recursos.
Nunca transmitieron el
odio hacia un rival que sólo lo fue por circunstancias. Algunos lucharían por
ideales, pero los más lucharon por llegar vivos a la siguiente etapa de sus
vidas.
La experiencia les hizo
fuertes como para superar los difíciles años que vinieron después con el ánimo
suficiente para formar una familia y sacarla adelante. Con trabajos mal pagados
y con el mismo horario que el sol.
Algunos tal vez vivieran
con odio hasta el final de sus días, pero los más eligieron pasar página y con
su especial forja consiguieron que llegásemos a lo que ahora somos. A tener la
sociedad que tenemos. ¿Para qué despertar los fantasmas del pasado justo ahora,
cuando más necesitamos de todo nuestro empuje para salir adelante?
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