¿Qué quedó de aquel país supersticioso en
el que quién más quién menos tenía sus manías y evitaba pasar bajo una
escalera, esquivaba los gatos negros y se santiguaba secretamente si se rompía
un espejo?
Probablemente queda tan poco de él como
de aquel país de jauja en el que todos
tenían a su disposición primera vivienda a todo confort, segunda residencia sin
reparar en gastos y vehículo potente a la salida del bar. Lástima que ni el
piso ni el apartamento ni el coche tuvieran carta de propiedad sino que se
trataba de deseos concedidos temporalmente por bancos con tan poco criterio
como sus usuarios.
Ambos lejanos (en el tiempo) países, el
de las supersticiones y el de jauja, han confluido en esta semana alrededor de
la veneración de una fecha. La fecha que le daba la patada al año en el que las
ilusiones se desmoronaron y las propiedades se convirtieron en casitas de
papel.
Poco importaba, de pronto, que el año
nuevo, el año en que se tenía que empezar a ver la luz, fuera el 2013. Con todo
su trece. De pronto, a nadie parece importarle que tengamos que llevar durante
365 días la losa del 13 en la fecha más allá del inevitable 13 de cada mes. O
sea, adiós a la superstición.
¿O no? No son buenos los malos momentos
para deshacerse de creencias. Y menos de las que nos arrastran al abismo de la
negatividad, dándonos razones más alla de lo tangencial y real para aferrarnos
al pesimismo.
Sin embargo, por unos días, entre luces,
guirnaldas y prematuros carteles de descuentos, nos hemos liado la manta a la
cabeza y hemos puesto la ilusión en que la fecha potencialmente fatídica para
cualquier supersticioso se dé la vuelta y se revele como el punto de inflexión,
sin vuelta atrás, en el que el viejo país de jauja vuelva a sentir la
prosperidad.
Quedémonos con esa ilusión. Por lo menos
hasta Reyes.
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