martes, 1 de enero de 2013

Trece


¿Qué quedó de aquel país supersticioso en el que quién más quién menos tenía sus manías y evitaba pasar bajo una escalera, esquivaba los gatos negros y se santiguaba secretamente si se rompía un espejo?

Probablemente queda tan poco de él como de aquel  país de jauja en el que todos tenían a su disposición primera vivienda a todo confort, segunda residencia sin reparar en gastos y vehículo potente a la salida del bar. Lástima que ni el piso ni el apartamento ni el coche tuvieran carta de propiedad sino que se trataba de deseos concedidos temporalmente por bancos con tan poco criterio como sus usuarios.

Ambos lejanos (en el tiempo) países, el de las supersticiones y el de jauja, han confluido en esta semana alrededor de la veneración de una fecha. La fecha que le daba la patada al año en el que las ilusiones se desmoronaron y las propiedades se convirtieron en casitas de papel.

Poco importaba, de pronto, que el año nuevo, el año en que se tenía que empezar a ver la luz, fuera el 2013. Con todo su trece. De pronto, a nadie parece importarle que tengamos que llevar durante 365 días la losa del 13 en la fecha más allá del inevitable 13 de cada mes. O sea, adiós a la superstición.

¿O no? No son buenos los malos momentos para deshacerse de creencias. Y menos de las que nos arrastran al abismo de la negatividad, dándonos razones más alla de lo tangencial y real para aferrarnos al pesimismo.

Sin embargo, por unos días, entre luces, guirnaldas y prematuros carteles de descuentos, nos hemos liado la manta a la cabeza y hemos puesto la ilusión en que la fecha potencialmente fatídica para cualquier supersticioso se dé la vuelta y se revele como el punto de inflexión, sin vuelta atrás, en el que el viejo país de jauja vuelva a sentir la prosperidad.

Quedémonos con esa ilusión. Por lo menos hasta Reyes.

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