Un inocente “¿Cómo estás?” se convierte en el detonante de
un llanto inesperado. De repente, le miras con otros ojos e, inmediatamente, te
reprochas, “¿Cómo no me he dado cuenta antes?”. Porque, de repente, todo
encaja.
Esa desaparición del café habitual, el desinterés repentino
por tus cansinos problemas, la falta de entusiasmo por los planes del verano…
Sí, todo encaja. Le ha atrapado la tristeza y no has estado atento, preocupado
por tus nimiedades, no has detectado esa sombra en la mirada, no has
interpretado ese arranque de mal humor, no has sabido ver que la desidia se
instalaba en su vida mientras tú, a su lado, mirabas hacia otra parte.
A ella le pesa la tristeza. Y cuando, al fin, te lo dice,
crees que ha sido un mal día, que no hay que darle más importancia porque
pasará y porque, como siempre, tú también presientes que hoy va a ser un mal
día.
A ti te van a pasar cosas malas hoy, sí. También buenas y
regulares. A ella no. Ella siente que no pasa nada. Solo siente la tristeza.
Pero nadie espera que ella llore. Ella no. Es muy fuerte y siempre puede con
todo.
Pero ella quiere llorar. Porque le pesa la tristeza. Porque quiere
decírtelo y que lo entiendas. Porque quiere que sepas que, ahora sí, te
necesita. Porque es vulnerable y quiere llorar.
Y llora. Empieza y no puede parar. No quiere parar. Se ha
descubierto, no tiene que seguir ocultándose y ya no le importa nada más que
poder llorar. Y sacar fuera esa pena inexplicable que llega a dolerle hasta que
vuelva a encontrar el sentido de las cosas, el porqué de su vida y la ilusión.
Con las prisas se había olvidado de pensar en el sentido, el
porqué y la ilusión. Pero el día que miró de frente a la tristeza lo vio todo.
Y no le gustó. Pero pensó en ti y en que, cuando pesa la tristeza, te necesita para
recobrar el sentido, el porqué y la ilusión. Y decirle adiós a esta losa que,
sin duda, se irá, si tú estás ahí.
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