Parece mentira, pero ya ha pasado un año. Ha cambiado todo
tanto y tan poco a la vez que cuesta concluir si el tiempo ha pasado volando o
si se ha desgranado con penosa lentitud. Definitivamente, se ha perdido la
noción de tiempo.
En ese tiempo perdido se inició lo que se conoció como un
alzamiento pacífico popular de protesta en contra de casi todo. El ente
denominado sociedad estaba indignado porque no compartía las decisiones ni los
proyectos de gobernantes y aspirantes.
Algo que pareció surgir de la nada (lo siento, soy un poco
desconfiada a la hora de pensar en la espontaneidad de las masas) puso en jaque
a un país y despertó muchas más simpatías de lo que podría haberse previsto.
¿Por qué parece que no ha pasado el tiempo? Porque la
indignación no ha desaparecido. ¿Por qué parece que han pasado siglos? Porque en
el camino todo ha cambiado. Han cambiado gobiernos de todos los colores y,
aunque parezca mentira, por unas cosas y por otras, todo ha empeorado.
La indignación ha evolucionado hacia dos estadios:
indignados cabreados e indignados desesperados. Y en alguno de los dos grupos
cabemos casi todos, simultánea o alternativamente.
Porque la desesperación lleva al cabreo (antes del extremo
de dejarse morir por la ausencia de ilusión) y el cabreo a la desesperación
(pasando a veces por situaciones violentas claramente evitables). Y en medio de
las protestas de todos los colores que hemos vivido en este año (que habremos
de concluir que sí ha pasado con sus doce meses y un día) quedan los vestigios
de un espíritu rebelde que la historia nos ha enseñado que es difícil de
controlar cuando es la masa informe la que se mueve bajo su influjo.
Las revoluciones cambiaron el mundo cuando la democracia no
era más que entelequia. Ahora, cuando en teoría nuestros estados son
formalmente democráticos no queda más que acatar y así las protestas se
convierten en algo tristemente anecdótico, en el mejor de los casos, o en
barricadas sin destino, cuando la cosa se pone mal. Depende de si las encabezan
los desesperados o los cabreados. Al menos, estamos vivos. Y se nota.
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