martes, 30 de junio de 2015

Huellas

Cada noche el viento y la marea borran las huellas de la arena. Cada día, vienen, van y se van.

No pasa lo mismo con nuestra vida. Cada hecho, cada vivencia, cada día, dejan huellas que empiezan a ser perceptibles cuando dejamos de crecer y empezamos la siguiente etapa: madurar. O, simplemente, envejecer.

Así nos encontramos arañas inyectadas en sangre que recorren nuestras piernas, dejando patente y a la vista las esperas (dulces, amargas, sin respuesta) que han surgido en nuestro recorrido y que quizás hagan un poco menos llevaderas las pendientes.

O esa grasa acumulada en lugares estratégicos que nos recuerda tardes de abulia dominical, horas de trabajo sedentario, el efecto secundario de una soledad mal llevada o grandes momentos en torno a una mesa. Estas son huellas que nos empeñamos en intentar eliminar de tanto en tanto, pero, mal que nos pese, siempre queda el poso delator de esas nostalgias, vivencias y ansiedades.

Hay quienes, incluso, graban en tinta indeleble personas, situaciones, iconos… que quieren mostrar como prueba inefable de vivencias, afectos o sufrimientos. Aunque para algunos llega el momento de querer decir adiós, lo cierto es que son huellas inducidas de las que siempre queda, al menos, una leve cicatriz.

Pero mis favoritas, sin duda, son las del rostro. Si con los años se convierte en el verdadero espejo del alma es por sus huellas. Los surcos horizontales delatan cuánto hemos reído y hasta dónde hemos sido capaces de vivir con intensidad nuestras intervenciones en los diálogos de la vida.

O esas arrugas verticales, más tardías, que se inician en la comisura del ojo y descienden por el pómulo, siguiendo el camino marcado por las lágrimas derramadas y parecen hacer más llevaderas las que quedan por venir. Tal vez sean las que endurezcan nuestro rostro, pero también las que atestiguan que no hemos pasado por la vida de puntillas, que hemos vivido.

Y, por último, los ojos. Desde la mirada alegre, curiosa y confiada de un niño nuestros ojos se empiezan a llenar de matices nacidos de la experiencia y de la interpretación que vamos haciendo de lo que nos sucede: experiencia, astucia, tristeza, desconfianza, amor, vacío…


Sí, lo invisible se hace visible en las huellas de nuestro cuerpo. Y para eso solo hacen falta dos cosas: tiempo y vida.

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