No pasa lo mismo con nuestra
vida. Cada hecho, cada vivencia, cada día, dejan huellas que empiezan a ser
perceptibles cuando dejamos de crecer y empezamos la siguiente etapa: madurar.
O, simplemente, envejecer.
Así nos encontramos arañas
inyectadas en sangre que recorren nuestras piernas, dejando patente y a la
vista las esperas (dulces, amargas, sin respuesta) que han surgido en nuestro recorrido
y que quizás hagan un poco menos llevaderas las pendientes.
O esa grasa acumulada en lugares
estratégicos que nos recuerda tardes de abulia dominical, horas de trabajo
sedentario, el efecto secundario de una soledad mal llevada o grandes momentos
en torno a una mesa. Estas son huellas que nos empeñamos en intentar eliminar
de tanto en tanto, pero, mal que nos pese, siempre queda el poso delator de
esas nostalgias, vivencias y ansiedades.
Hay quienes, incluso, graban en
tinta indeleble personas, situaciones, iconos… que quieren mostrar como prueba
inefable de vivencias, afectos o sufrimientos. Aunque para algunos llega el
momento de querer decir adiós, lo cierto es que son huellas inducidas de las
que siempre queda, al menos, una leve cicatriz.
Pero mis favoritas, sin duda, son
las del rostro. Si con los años se convierte en el verdadero espejo del alma es
por sus huellas. Los surcos horizontales delatan cuánto hemos reído y hasta
dónde hemos sido capaces de vivir con intensidad nuestras intervenciones en los
diálogos de la vida.
O esas arrugas verticales, más
tardías, que se inician en la comisura del ojo y descienden por el pómulo,
siguiendo el camino marcado por las lágrimas derramadas y parecen hacer más
llevaderas las que quedan por venir. Tal vez sean las que endurezcan nuestro
rostro, pero también las que atestiguan que no hemos pasado por la vida de
puntillas, que hemos vivido.
Y, por último, los ojos. Desde la
mirada alegre, curiosa y confiada de un niño nuestros ojos se empiezan a llenar
de matices nacidos de la experiencia y de la interpretación que vamos haciendo
de lo que nos sucede: experiencia, astucia, tristeza, desconfianza, amor, vacío…
Sí, lo invisible se hace visible
en las huellas de nuestro cuerpo. Y para eso solo hacen falta dos cosas: tiempo
y vida.
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