Cómo nos gustan las clasificaciones. Es más, cómo nos gustan
las etiquetas. Sobre todo cuando nos sirven para investir de un halo científico,
psicológico o profesional lo que históricamente no ha sido más que
maledicencia. Pura y dura.
No sé lo que andaba yo buscando (malditas relaciones
hipertextuales: sabes dónde acabas, pero nunca de dónde vienes ni qué andabas
buscando) pero al final no he encontrado nada relacionado con las alergias ni
con los virus primaverales: he encontrado una clasificación de personas
víricas.
Y no era moco de pavo, oye. Tenía su aquel: las
personas víricas acaban “infectando” a las de su entorno con enfermedades como
la tristeza, la frustración, el remordimiento, la impotencia, la
inseguridad, la ansiedad… Uy, que me vengo arriba.
Pues sí. Por lo visto todos estos malestares del alma, que
acaban alcanzando al cuerpo sí o sí, pueden venir provocados por los que nos
rodean. Hablaba la clasificación de
víricos pasivos, caraduras, psicópatas, criticones o con mala idea.
Clasificaciones pseudomédicas aparte, no dejan de ser los llorones, trepas, egoístas,
maledicentes o malas personas de toda la vida. Pero, claro, puesto así parece
más serio.
Siguiendo con los hipervínculos he acabado aterrizando en
una nueva clasificación: personas tóxicas. Más de lo mismo, solo que estas en
vez de infección producen intoxicación. ¿Habrá que llamar al teléfono que
aparece en la botella de lejía cuando te cruzas con una de estas?
Porque, claro está, tú que me lees (y yo que escribo) no
entramos en ninguna categoría de personas víricas ni tóxicas. Faltaría.
Pocos son los que tienen agallas y sangre fría (¿tal vez los
víricos psicópatas?) de encuadrarse en uno de estos grupos en lugar de
encasillarse en el tradicional y nunca suficientemente valorado grupo de las
buenas personas. Y es que en este grupo (al que todos creemos íntimamente
pertenecer, a pesar de nuestros “peros”) es difícil encontrar
subclasificaciones incluso en Google.
¿Será que la bondad solo tiene un camino?
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