Aunque haga viento, aunque algún momento volvamos a sentir que el frío quiere reacomodarse en alguno de nuestros
días, aunque haya árboles que aún no enseñen su hoja, se acabó el invierno.
Un invierno largo y oscuro que,
una vez más, da paso a una primavera sobre la que generamos tal vez excesivas
expectativas y que quizá pase con más alergias que alegrías. Pero, ¡qué
diablos!, atrás quedan el frío y la oscuridad de un invierno que en algunos
momentos amenazaba con perpetuarse y devenir en tristeza de puro yermo.
Depende de dónde transcurra
nuestra rutina, esta primavera habrá pasado ya la floración de los frutales o
ni siquiera apunten los capullos en las ramas. Pero, en el Norte o en el Sur, con
o sin flores, hay luz, más luz. A costa de la hora que perdimos hace un par de
semanas ahora vemos cómo la noche se aleja y se acorta, cada día un poco más.
Tal vez no sea una buena noticia
para los seres oscuros a quienes les asusta la luz, quizás porque tiene el
color de la verdad. O para los seres de hielo que gustan de expandir el frío a
su alrededor, quizás porque carecen de corazón.
Pero para los demás, para esa
mayoría de seres tan iguales y sencillos como diferentes y extraordinarios,
estos días de abril ya dejan atisbar que ese momento duro y frío ha tocado a su
fin. Una vez más. Otro ciclo que se acaba y la vida que se empecina en volver a
empezar.
Sí, como la canción, se asienta
la primavera y el “mundo es otro”. Antes de que nos demos cuenta quedará en el
olvido la crudeza de tres meses que, en esta ocasión, han sido francamente
prescindibles y volveremos a despotricar del calor, del no poder parar y del
propio goce de la luz de una vida a veces demasiado intensa. Si es que alguna
vez la intensidad de la vida puede ser excesiva.
Se acabó.
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