Menuda nochecita. No sé si me ha despertado el ardor o el
vecino de arriba. Tiene tres semanas, pero los pulmones son de todo un hombre.
Justo lo que no voy a ser capaz de aparentar hoy en todo el día. Lo sé.
Me he levantado. Se me ha caído el café. El mío y el de
Sole. He salido huyendo antes de que ella se diera cuenta de las dimensiones
del desastre y que el café acabara salpicando sobre la discusión de anoche. Tal
vez el mal día empezó en ese momento de mala noche… No sé.
Me voy al bar y me tomó, por fin, el café que espero que
finalmente me convierta en persona. Se me atragantan las noticias del
periódico: otros han dado la noticia antes y ahora a ver qué cara le pongo yo a
mi jefe. Porque, esa es otra, vaya genio se está gastando en los últimos días…
Subo a la oficina con negras expectativas. La verdad es que
tampoco pasa nada fuera de lo normal. Debo ser yo porque más de uno me ha
dicho: “Manuel, mala noche, ¿eh?” y, la verdad, me he quedado con las ganas de
contestar: “¡Pues sí! ¿Qué pasa?”. Afortunadamente, las fuerzas no han acudido
a tiempo y he tenido una salida más honrosa.
Lo que faltaba. La misma petarda de siempre necesita este
documento “para ayer”. Me contengo. Que se note que soy un tío educado.
Dejo pasar las horas mientras sorteo los múltiples
inconvenientes que van pasando a base de hacer una redistribución del juego.
Que sirvan para algo las horas que le he echado al fútbol.
Los alardes de estrategia me llevan al final del nefasto
día. “¡Vaya día!”, me compadezco durante medio segundo hasta que empiezo a
reírme. No ha sido más que un día más, solo que ha sido uno de esos días en los
que no he sido capaz de reírme de mí mismo hasta última hora. Y ahí ha estado
el fallo.
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