Recuerdo perfectamente las cartas que me enviaban mis amigas
lejanas durante la adolescencia. Difícil era ocultar su llegada al buzón único
familiar y más difícil aún encontrar ese rincón donde permaneciesen fuera de la
vista de mi madre.
Décadas después me doy cuenta de lo poco interesantes que
debían parecerle a mi madre aquellas misivas y que la pobre andaría más
preocupada por si “estaba en la droga” (aún no sé dónde para esta población
donde ninguna quería que estuviésemos) que por las cartas en espiral con las
que me deleitaba Araceli en aquellos lejanos ochenta.
Han pasado los años y hemos pasado al otro lado. Sin cartas
que esconder entre tanta comunicación digital, me encuentro totalmente perdida
con las andanzas de estos preadolescentes en internet.
Con la vaga excusa de “solo estoy jugando, mamá”, se
enfrasca en la red y a una no le queda más opción que pensar que,
efectivamente, debe estar gestionando su granja virtual o jugando con el
pingüino ese. Pues no, o la inocencia se ha perdido o es tan grande que no
saben en qué charco se están metiendo.
Porque, de pronto, alguien, quizás ese tío con complejo de
Peter Pan, te dice que se acaba de hacer amigo de tu hijo en el face. ¡Toma ya! La criatura confiesa que
necesitaba darse de alta para jugar a no sé qué naves y que ni había vuelto a
entrar. En solo un día ya tiene nueve amigos y ha conseguido contactar con
personas a las que llevo buscando meses.
Ahora los secretos de amores platónicos y cotilleos
juveniles ya no se dirimen en cartas periódicas escritas con tinta verde. Ahora
solo se vive la experiencia de comunicación a distancia vía mail, sms, guasap o face. Y los secretos ya no existen porque ahora todo se comparte en
el muro y lo que no se comparte no existe.
¿Qué queda ahora como secreto? Pues hacerse el perfil y no
decirlo, tener una cuenta alternativa a la vigilada por las madres
fiscalizadoras y conectarse a escondidas. ¿A ese mundo virtual quedan ahora
relegados los secretos? Bueno, mientras
no “estén en la droga” y no perdamos aptitudes de espionaje no deja de
ser una evolución generacional normal que nunca llegaremos a entender del todo.
Lo que toca, vaya.
Malditos soplones... también existían cuando las cartas eran de papel
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