Leo que hay una clase intermedia entre la clase media y la
clase más pobre. Les llaman los vulnerables y se aplica a quienes, en América
Latina, ganan entre cuatro y diez dólares al día. Con esa cifra en España nos moveríamos
más en la línea de la pobreza que en la de ninguna otra clase social, pero lo
que me ha llamado la atención y que sí es totalmente aplicable a nuestra
sociedad es ese concepto de vulnerabilidad.
Porque si algo está machacando esta maldita crisis no es solo
nuestro disponible en cuenta corriente ni la realidad de nuestro día a día. Lo
que ha cambiado es que ya no nos sentimos irreductibles sino totalmente
vulnerables.
Y esa sensación de desamparo es la que hace que los números
de la cuenta parezcan aún más exiguos, que los meses sin trabajo parezcan una
eternidad y que el solo hecho de pensar en el futuro nos erice el vello.
Porque, aunque ganemos más de diez dólares al día, el temor
a que mañana esto deje de pasar nos hace vivir en un continuo sinvivir,
compartiendo nuestros días con desazón y mal humor, minando nuestra capacidad
de disfrute y llevando toda nuestra experiencia vital al triste y frío ámbito
de lo económico.
Nos hemos convertido en seres tan frágiles, tan dependientes
de lo que podemos dejar de tener que esa debilidad nos lleva a sucumbir
fácilmente a los vaivenes de un mundo que navega sin rumbo.
Y en medio de ese mar de incertidumbre vivimos con una
mínima presencia de ánimo esa enfermedad que nos hace aferrarnos a lo que aún nos
queda como si fuéramos un náufrago agarrado al último tronco que flota en el
mar.
El entorno nos ha hecho débiles y ha dejado en un segundo
plano las cosas que de verdad importan. Una vez atacados por el virus de lo
económico no tenemos fuerzas para enfrentarnos a lo que de verdad importa:
familia, amigos, salud, proyectos… Quizá nuestra mayor debilidad estribe en
habernos hecho tan vulnerables a lo material.
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