Al llegar a casa esperas encontrar ese desagradable olor a
cerrado. A casa vacía. A calor capturado. A casa distinta a la tuya. Pero sabes
que pronto cambiará. Se abren un par de ventanas, empieza el movimiento y
pronto vuelve a oler a casa vivida, a costumbre y a hogar.
Pero no hoy. Después de muchos días, el calor se ha
instalado en los muebles, en las ventanas, en las paredes. Y huele distinto a
ese familiar olor a cerrado de las ausencias estivales. A pesar de que se
quedaron un par de ventanas medio abiertas, no ha refrescado sino que ha
entrado el calor y un olor distinto, inesperado, atípico. Olor a ceniza.
Y no es esa ceniza que recuerda las reuniones en torno a la
mesa. Tampoco la ceniza de las hogueras de fiesta ancestral. Huele a ceniza de
fracaso, de irresponsabilidad, de desolación, de incoherencia.
Y huele a ceniza porque se ha colado por todas las rendijas.
Por las ventanas entreabiertas, por debajo de las puertas.
La casa cerrada estaba lejos del fuego. Si aquí ha sido así,
¿qué habrá pasado en las casas de los que han tenido que salir perseguidos por
las llamas? ¿Qué habrá quedado de nuestros bosques (me da igual la comunidad
autónoma y de quién son las (in)competencias) si la ceniza ha llegado hasta
aquí?
Una vez más hemos dejado claro que no sabemos cuidar de
nuestro entorno. Que somos incapaces de pensar en nada más que en lo nuestro. Y
que ese egoísmo huele a ceniza, a fracaso, a irresponsabilidad, a desolación y
a incoherencia.
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