Muchos hemos visto en la prensa las dos fotos de Zakia. Una de hace unas semanas y otra de
la actualidad.
Hace unas semanas era apenas un livinano saco de huesos que
amenazaba con dejar este mundo. En la imagen actual Zakia aparece sin mostrar
sus huesos, casi saludable. Sin embargo, sigue triste. Acaba de cumplir dos
años y es la tercera vez que resucita, reza la noticia. Debe ser duro resurgir a
base de preparados de crema de cacahuete intuyendo que luego vas a caer de nuevo
en la desnutrición. Y que otra vez volverás a mirar de frente a la muerte. Y
que tal vez la próxima vez no lleguen a tiempo los sobrecitos mágicos.
Porque si ahora hay miles de niños como Zakia en África,
¿cuántos hay al límite de la pobreza en nuestro país? Es más, ¿y en nuestro
barrio?
Sin llegar a esas escenas del continente negro que nos han
partido el corazón desde hace décadas, cada día los problemas de las familias
para salir adelante nos quedan más cerca.
Tal vez la próxima remesa de sobres llegue a África con
retraso porque cada vez las ONGs tienen menos fondos. Pero si miramos justo al
lado también vemos que organizaciones tan de toda la vida como Cáritas no dan
abasto y tienen dificultades para atender a todas las familias que se acercan
buscando ayuda.
Durante años ha sido casi más normal hacer nuestras
aportaciones a asociaciones como las que ayudan a Zakia que acordarnos de las
que están en la esquina. Quizá porque no había vidas en juego por culpa del hambre.
Ahora aún no vemos a niñas como Zakia en la puerta de al
lado. Pero sí sabemos que hay vecinos que comen más macarrones blancos que
filetes y que hace meses que no tienen ingresos.
¿Qué hacemos? ¿Cerramos los ojos a la tragedia de Zakia para
poder atender a los que están más cerca? ¿Seguimos acudiendo solo al riesgo
vital africano y olvidamos al vecino que tiene problemas para alimentar y
educar a sus hijos?
Realmente no hay dilema. Solo falta de medios. No hay que
cerrar los ojos ni aquí ni allí. Y mientras podamos, hay que echar una mano
aquí y allí.
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