Que si el frío en invierno, que si la astenia primaveral,
que si el calor del verano, que si la oscuridad otoñal… En cualquier momento
del año podemos encontrar una excusa externa y circunstancial para sentirnos
sin ganas de nada, dejarnos llevar y esperar únicamente que los días pasen.
Cuanto más rápido y más vacíos, mejor.
Afortunadamente, siempre hay una terapia de café, un
gingseng vitaminado, un reencuentro inesperado o una simple mirada robada que
tiene el efecto de chispa, de revulsivo, de inyección de ánimo… que nos levanta
y nos cambia esa actitud desganada por otra dinámica, optimista, vital. Y
vuelta a empezar.
Así funciona la vida. Al menos hasta ahora.
Porque de un tiempo a esta parte la rutina de altos y bajos
se mantiene sostenida en la parte baja de la escala anímica. Llevo meses eligiendo
el culebrón infantil (ya en reposición) antes que cualquier oferta informativa.
Prefiero leer las informaciones de alcance del “¡Hola!” que las de cualquier
diario de información general.
Pero ni así es posible escapar.
Nos rodea tal halo de mediocridad y ruindad que, al final,
es imposible no meterse en la rueda de la desidia. Y dejarse llevar hacia la
nada. Hacia las ganas inmensas de no tener ganas de nada.
Cualquier conversación en nuestro entorno va a acabar, sí o
sí, muriendo en la corrupción, la crisis o el fútbol. Y, así, cada día se cierra
con un nuevo cuadro de la jornada un poco más gris y un poco menos feliz.
El desencanto se ha instalado en el taburete de al lado del
bar, en la mesa de enfrente de la oficina, justo delante en la cola del paro…
De repente, no queda nada por lo que exhibir orgullo patrio y, más allá de
quienes queremos, tampoco encontramos nada en este amargo panorama que nos
motive a un último esfuerzo, a continuar la lucha o, simplemente, escribir unas
líneas.
Definitivamente, este país me mata.
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