Te has levantado esta mañana. Igual que ayer. Ha salido el
sol justo delante de la ventana de la cocina. Como ayer. Es posible que incluso
te hayas cruzado con las mismas personas que en los días precedentes, pasando
por las mismas calles en días que parecen tan iguales que después son imposibles
de distinguir en el recuerdo.
Sin embargo, tú no eres la misma que ayer y hoy no es un día
más. En la noche se han mezclado vigilia y pesadillas y levantarte solo ha sido
una liberación frente a la oscuridad. Este día para ti no tiene la misma luz, por
las calles parece que no pasan las mismas personas porque tú las ves hoy aún
más distantes.
¿Cómo pueden ser ajenas a tu dolor? ¿Cómo no se han dado
cuenta de que ella se ha ido para siempre? ¿Cómo puede seguir girando el mundo
sin notar su ausencia?
Porque esa soledad te llena tanto que no puedes evitar
vaciarte con lágrimas para acabar llenándote otra vez de dolor. Si la angustia
duele, duele aún más la ausencia. Ella no está y no sabes si te dio tiempo a
despedirte, no recuerdas con exactitud qué pasó en vuestro último encuentro ni
cuál fue la última palabra que le dijiste. ¿Le dijiste que le querías?
Probablemente, no. No sabías que era la última vez y tu
adiós fue igual que el de un día cualquiera. Y ahora te pesa porque ni siquiera
sabes cuál fue la última palabra que le dijiste ni la última que escuchaste de
los mismos labios que te besaron de pequeña y de los cuales salieron los
consejos que alternativamente escuchaste y desoíste a lo largo de tu vida.
Ella se ha ido. Pero los que se cruzan contigo y sí saben de su ausencia saben que ella sabía
que le querías y que tu última despedida ha sido suficiente para ella a la hora
de emprender el viaje. Ella no está, pero sigue contigo.
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