Asisto perpleja a una extraordinaria realidad de doble faz:
la coexistencia de dos perfiles humanos sobradamente preparados con suerte y
cualidades francamente dispares.
Los primeros son evidentes, reiterados, indignados y con
futuro incierto: miles de jóvenes de la llamada generación perdida que han
ocupado todos los años de su existencia en formarse y acumular tantos títulos
como renovaciones de la tarjeta del paro les esperan.
Desesperante, injusto, recolectores de la siembra de unos
padres que no supieron planificar las cosechas de las siguientes generaciones y
se preocuparon más por vivir el momento que por pensar en mañana.
Ese carpe diem hipotecó a esta generación que hoy lucha con
conocimientos y rabia para encontrar su lugar en el mundo y crear su propia
historia. Desde luego, ni todos los jóvenes de hoy tienen este perfil ni todos
los adultos de ayer vivieron cuales cigarras, pero sí hay algo de verdad en
esta triste parodia de juventud.
Al otro lado de los jóvenes sobradamente preparados
encontramos a otros personajes. Lo normal es que dispongan de una situación consolidada
de adultos y una autoestima tan elevada que les haga considerarse como
sobradamente preparados sin necesidad de buscar siquiera términos de
comparación.
No sea que aparezca alguien que les moje la oreja.
Normalmente son personajes públicos o de posición relevante
en el ámbito privado. Héroes por accidente a los que una cadena de casualidades
colocó en posiciones de poder. Algunos no hubieran pasado de aprendices con la
suma de sus cualidades personales y profesionales. Sin embargo, estuvieron en
el lugar adecuado en el momento adecuado (y con los padrinos adecuados).
Y así creyeron que eran alguien. Seres superiores que
creyeron estar sobradamente preparados solo porque la vida les ha dado la
opción de mirar a los demás por encima del hombro. Y la han aprovechado.
No se pierdan el reportaje de cierto político en una revista
femenina. Sin duda, sabrán de qué les hablo.
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