lunes, 20 de mayo de 2013

Despedidas



Si hay algo en lo que el tiempo nos hace ricos es en despedidas. Pasan los años y, junto con el resto de huellas del cuerpo y del alma, acumulamos miles de adioses. Desde el “hasta la noche” matutino a nuestra pareja o el “hasta mañana” con los compañeros hasta otros trascendentes e, incluso, amargos, que marcan puntos de inflexión en nuestra vida.

Cada despedida es, cuanto menos, una pequeña ruptura. El adiós en la puerta del colegio o el beso en la estación. Momentos más o menos amargos, a veces solo triviales, que abren la página siguiente de la historia del día o quién sabe si de la vida.

Cada despedida deja algo atrás y empieza algo nuevo. Cambia la compañía, cambia el lugar, cambia la situación. Y hay que reinventarse para la nueva página en blanco que aparece. Desde el cotidiano cambio de papeles (ahora madre, ahora profesional, ahora amiga, ahora hija, ahora pareja…) hasta auténticas rupturas que hacen que no volvamos a ser los mismos.

Cuando dejas la casa en la que te has criado, cuando inicias un viaje que sabes que va a enseñarte más que mil horas de clases, cuando ese alguien especial se va para siempre…

Porque si hay despedidas especialmente crueles esas son las que inician el vertiginoso periodo de “para siempre”. Cuando alguien se va para no volver, cuando sabemos con cierto tiempo que eso va a suceder, empieza a crearse ese vacío en el alma que llega a doler.

Cuando esa persona a la que queremos recibe el diagnóstico fatal y solo nos queda esperar, se produce la más larga de las despedidas. Y la más difícil de sobrellevar. Cuando no sabemos si ese día será el último o si queda otro más. Cuando vemos que la vida se escapa y, poco a poco, la certeza del adiós inminente nos llena de dolor.

También empezará una nueva etapa, como cuando decimos “hasta mañana”, pero tan larga que solo nos queda decir “hasta siempre”.

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