He empezado a escuchar la noticia. Apenas he oído las
primeras palabras. Algo así como: “El ministro afirma que el crecimiento
económico empezará en el segundo semestre”.
No sé si hablaba del PIB, de la producción en una fábrica
andorrana o de Europa. Porque he desconectado, qué poco cuesta desconectar y
cuánto cuesta mantener la atención, y me he encontrado intentando imaginar cómo
serán las cosas cuando todo esto acabe. Porque algún día acabará, ¿no?
Al margen de la duda de si esto tendrá un final (feliz), de
pronto me he sentido incapaz de imaginar cómo sería todo si las cosas se
parecieran algún día a como eran antes.
Porque parece imposible sacar de nuestras vidas el
resquemor, el mal humor y, si te empeñas, hasta el desamor. Nos hemos
convertido en personas más grises, con el ceño fruncido, el corazón encogido y
el pesimismo pegado a nuestros gastados zapatos.
Hablamos de que alguien ha encontrado un trabajo con la
misma incredulidad con la que antes escuchábamos que a alguien le habían tocado
millones en un sorteo extraordinario. Porque ahora lo extraordinario es poder
llevar una vida normal, tener unos ingresos periódicos estables y hacer planes.
Los que aún pueden hacer eso son los auténticos millonarios de este triste
presente.
Ahora vivimos al día. Sin gastar más de la cuenta (eso está
bien), pero sin dejar siquiera espacio para la ilusión. También entre despistes
he oído que ya no compramos ni el coche con ilusión. Ahora se compra todo con
cabeza (y con miedo, añadiría yo).
Y al habernos quitado la ilusión, la capacidad de hacer
planes, la posibilidad de trabajar, nos han quitado mucho más que si nos
hubieran quitado millones. La maldita coyuntura nos ha robado la capacidad de
imaginar cómo sería llevar una vida normal, sin más carga que las tribulaciones
de cada uno y los problemas que conlleva cada vida.
Por eso, al final de todas esas desconexiones entre noticia
y noticia, he tenido que admitir que no puedo imaginar cómo sería todo si todo
fuese simplemente normal.
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