La verdad es que yo siempre he sido más de belén. Bien es
cierto que nunca he conseguido reunir sobre una superficie horizontal más allá
de las figuras esenciales (padre putativo, madre virginal y recién nacido), el
portal la estrella y los animales de compañía. Creo que no he llegado ni a colocar
en su lugar a los Reyes Magos.
Así que nada que ver con esos magníficos belenes que
reproducen el pueblo entero con su río, su molino, sus casas de adobe, los
pastorcillos, las ovejitas, las lavanderas… Vamos nada de nada.
De hecho, al final todo queda en un árbol sintético de 1,50
que cada año sale del armario un poco más pelado y con el porte menos erguido.
Hemos probado desde la decoración en tecnicolor hasta la elegancia monocolor de
la plata pero, claro, no es lo mismo.
Nada que ver con los fastuosos belenes que en mi casa no
cabrían ni sacando la ampliación de la mesa del comedor (y eso poniendo la
mejor voluntad y pasándonos las pascuas comiendo en la cocina).
O sea, que año tras año el belén se queda en un sueño
efímero nunca materializado. Pero este año hay un motivo más para irse a comer
a la cocina: reivindiquemos las figuras de la mula y el buey. Ahora que
necesitamos más que nunca aferrarnos a lo que nunca se ha cuestionado, en vez
de seguir creyendo a pies juntillas en esa configuración imposible de figuras
alrededor de un pobre portal, se empieza a cuestionar la realidad de que todos
los actores estuvieran realmente presentes.
Justo cuando necesitamos algo en lo que creer sin más, sin
explicaciones, sin ciencia, vienen a decirnos que lo de la mula y el buey va a
ser una licencia poética. Se empieza por los animales y se acaba con la
historia.
Pronto saldrá alguien a recordar que lo del nacimiento debió
ser más en marzo que en diciembre. Otro cuestionará si en aquellos lares
realmente nevaba. Que lo del censo no está nada claro… Y así hasta que o nos
quiten la ilusión o, este año sí, pongamos en belén en su máxima expresión. Con
mula y con buey. Aunque haya que comer en la cocina.
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