miércoles, 5 de junio de 2013

Un día de esos




Menuda nochecita. No sé si me ha despertado el ardor o el vecino de arriba. Tiene tres semanas, pero los pulmones son de todo un hombre. Justo lo que no voy a ser capaz de aparentar hoy en todo el día. Lo sé.

Me he levantado. Se me ha caído el café. El mío y el de Sole. He salido huyendo antes de que ella se diera cuenta de las dimensiones del desastre y que el café acabara salpicando sobre la discusión de anoche. Tal vez el mal día empezó en ese momento de mala noche… No sé.

Me voy al bar y me tomó, por fin, el café que espero que finalmente me convierta en persona. Se me atragantan las noticias del periódico: otros han dado la noticia antes y ahora a ver qué cara le pongo yo a mi jefe. Porque, esa es otra, vaya genio se está gastando en los últimos días…

Subo a la oficina con negras expectativas. La verdad es que tampoco pasa nada fuera de lo normal. Debo ser yo porque más de uno me ha dicho: “Manuel, mala noche, ¿eh?” y, la verdad, me he quedado con las ganas de contestar: “¡Pues sí! ¿Qué pasa?”. Afortunadamente, las fuerzas no han acudido a tiempo y he tenido una salida más honrosa.

Lo que faltaba. La misma petarda de siempre necesita este documento “para ayer”. Me contengo. Que se note que soy un tío educado.

Dejo pasar las horas mientras sorteo los múltiples inconvenientes que van pasando a base de hacer una redistribución del juego. Que sirvan para algo las horas que le he echado al fútbol.

Los alardes de estrategia me llevan al final del nefasto día. “¡Vaya día!”, me compadezco durante medio segundo hasta que empiezo a reírme. No ha sido más que un día más, solo que ha sido uno de esos días en los que no he sido capaz de reírme de mí mismo hasta última hora. Y ahí ha estado el fallo.

martes, 28 de mayo de 2013

Comentarios



Lo leí en un diario digital presuntamente progresista. Este detalle no es baladí puesto que una presupone una criba inicial de cierto perfil extremista y xenófobo que, a priori, no va a elegir este diario para informarse.

Hecha la introducción, lo que importa. Cada vez hay más niños pobres en España. Pobres a quienes sus padres no les pueden ofrecer ni siquiera una comida decente al día. Viven en la puerta de al lado o en el patio de enfrente. 

Contaba el artículo esta realidad personalizándolo en una madre que cada día recorre seis kilómetros para ir a comer con sus hijos a Casa Caridad, una ONG aconfesional (dato también relevante de cara a los comentarios) que ha tenido que redoblar su servicio en los últimos años. Como todas las organizaciones que ayudan a dar de comer a los pobres.

Los niños de la historia comen de la caridad ajena y vuelven a sus aulas. Tres kilómetros para ir, tres para volver. Ya hemos hablado otras veces del dolor que debe sentir una madre al ver que ni siquiera puede proporcionar alimento a sus hijos. Y la vergüenza que debe sentir las primeras veces. Cuánta desesperación.

Se completaba el artículo con datos y testimonios, algunos de Cáritas. Obviamente.

Con lágrimas en los ojos y tristeza en el ánimo, cometí el error: pasé a los comentarios. Y ahí la impotencia se trocó en rabia. Los comentarios, leídos al azar entre más de 400, arremetían con clichés beligerantes contra la iglesia (¿?) y la corrupción. O le decían a la madre (checa) que volviera a su país, que allí había menos paro y que no consumiera nuestros servicios. Y así en su mayoría. ¿Es que no han leído el mismo artículo?

Insolidarios, llenos de prejuicios, cargados de inquina… ¿Por qué nadie pregunta cómo ayudar, dónde se puede echar una mano o qué hace falta para que los niños (de cualquier raza) no pasen hambre?

¿Indignada? Sí, mucho. La crisis no se irá de España mientras nuestro país esté tomado por la mezquindad.

lunes, 20 de mayo de 2013

Despedidas



Si hay algo en lo que el tiempo nos hace ricos es en despedidas. Pasan los años y, junto con el resto de huellas del cuerpo y del alma, acumulamos miles de adioses. Desde el “hasta la noche” matutino a nuestra pareja o el “hasta mañana” con los compañeros hasta otros trascendentes e, incluso, amargos, que marcan puntos de inflexión en nuestra vida.

Cada despedida es, cuanto menos, una pequeña ruptura. El adiós en la puerta del colegio o el beso en la estación. Momentos más o menos amargos, a veces solo triviales, que abren la página siguiente de la historia del día o quién sabe si de la vida.

Cada despedida deja algo atrás y empieza algo nuevo. Cambia la compañía, cambia el lugar, cambia la situación. Y hay que reinventarse para la nueva página en blanco que aparece. Desde el cotidiano cambio de papeles (ahora madre, ahora profesional, ahora amiga, ahora hija, ahora pareja…) hasta auténticas rupturas que hacen que no volvamos a ser los mismos.

Cuando dejas la casa en la que te has criado, cuando inicias un viaje que sabes que va a enseñarte más que mil horas de clases, cuando ese alguien especial se va para siempre…

Porque si hay despedidas especialmente crueles esas son las que inician el vertiginoso periodo de “para siempre”. Cuando alguien se va para no volver, cuando sabemos con cierto tiempo que eso va a suceder, empieza a crearse ese vacío en el alma que llega a doler.

Cuando esa persona a la que queremos recibe el diagnóstico fatal y solo nos queda esperar, se produce la más larga de las despedidas. Y la más difícil de sobrellevar. Cuando no sabemos si ese día será el último o si queda otro más. Cuando vemos que la vida se escapa y, poco a poco, la certeza del adiós inminente nos llena de dolor.

También empezará una nueva etapa, como cuando decimos “hasta mañana”, pero tan larga que solo nos queda decir “hasta siempre”.

martes, 9 de abril de 2013

Pero no me llames



Tentada he estado de escribir sobre los niveles más bajos de ahorro familiar en décadas. O de que no acaban de cerrar cómo va a ser la dación en pago. O que a partir de mañana los yogures no caducan. Sí, sobre todo esto último me ha llevado a reflexionar sobre qué es verdad y qué es mentira de todo lo que nos cuentan.

¿Por qué hasta hoy, sí, y desde mañana, no?

Pero al final me ha podido un tema mucho más hormonal y acorde con la estación: cómo evolucionan las formas de contacto al inicio de una relación. Lo que en términos anticuados, o de etología si nos ponemos científicos, vendría a denominarse cortejo.

Una joven compañera se confiesa enamorada (o, más exactamente, ilusionada) de un joven de edad similar. Más cerca de los treinta que de los veinte. En esa adolescencia de hoy, tardía quizás, se viven las mismas inquietudes y ansias que en las de hace veinte años. Por no hablar de la angustia de la duda: “¿Se habrá fijado en mí? ¿Le gustaré?”.

Aunque hay cosas que no cambian, sí hay otras que han dado un giro radical. Cuando aún no había móviles, saltábamos cada vez que sonaba el teléfono en casa. “¿Será…?”. Y podíamos pasar una tarde entera esperando la dichosa llamada sin necesidad de que hubiera mediado siquiera roce previo.
El roce ha evolucionado al alza. No cabe duda. Y es fácil que hoy el primer contacto se produzca hoy antes de  cruzarse los números de teléfono. Pero no es eso lo que me ha llamado la atención. 

Ella espera volver a verlo. Espera su mensaje. No llega. Le digo, “Llámale” y me mira horrorizada: “Aún no le puedo llamar”. “¿Cómo?”, pregunto asombrada, intuyendo que ha habido bastante roce en el encuentro anterior.

Pues que ahora llamar es lo último. Lo que indica que se trata de una relación y no un pasatiempo es poder llamar. Al final, todo sigue igual, solo que cambiado de orden.

Sonriendo



Tal vez sea una de las palabras más bonitas que me han dicho. Y quizá quien la dijo no era consciente de ello. Resulta curioso: cuando disponemos de espacio infinito para hacer una descripción, hablar sobre un recuerdo o analizar una situación, resulta difícil llegar al corazón de lo que realmente queremos expresar. De tanto divagar, nos perdemos en las palabras y llegamos a la línea veintitrés, punto y final, sin conseguir decir lo que pretendíamos.

En cambio, cuando solo podemos utilizar una palabra, podemos despistarnos totalmente, alabar de forma innecesaria o, simplemente, decir algo inesperadamente bello. Tal vez porque cada uno interpretará esa palabra de forma acorde a cómo se siente en ese momento, a lo que quiere oír o a lo que ha vivido a lo largo del día.

“Sonriendo” es la palabra que utilizó un viejo compañero para resumir en una sola palabra cómo me había conocido en un experimento de los que circulan por internet. Y, imagino que sin pretenderlo, me emocionó. Francamente, me pareció maravilloso que alguien relacionara el momento en que nos conocimos con una sonrisa.

Tal vez para quien lo escribió no fuera tan trascendente. Pero sí para mí, porque creo que lo que recordamos, realmente, no es la imagen de un momento sino la emoción. La sensación que guardamos de ese instante es lo que queda.

Por eso, aunque parezca banal, poco trascendente, a mí no me lo pareció. Porque que alguien que hace años que no te ve haya guardado tu recuerdo “sonriendo” es, simplemente, bonito. Una de las mejores palabras para guardar el recuerdo de alguien.

¿Es lo que quiero oír? ¿Es lo que necesitaba en un día como hoy? ¿O es un acicate para seguir sonriendo a pesar de todo? Sea lo que sea, me gusta. Por todo lo que significa hoy, ahora, y por saber que alguien me ha guardado en su memoria sonriendo. Ojalá siempre que usásemos una sola palabra fuésemos capaces de encontrar justo la que hace despertar una emoción.