miércoles, 20 de marzo de 2013

No es feliz


Si hay una confesión que suene a reproche y despierte todas las alarmas de la culpabilidad de un confidente es ese terrible y rotundo “No soy feliz”.

Duele. Porque esa infelicidad de nuestro interlocutor, salvo en algunas formas de amistad, siempre resuena con un nunca pronunciado final: “Y tú tienes la culpa”. Toda o parte, no te lo ha dicho, pero si te elige para compartir su frustración raras veces es solo por confianza. Al menos, eso es lo que sientes. Es más fácil pensar que viene acompañado de ese insonoro reproche que despierta todas tus frustraciones de oyente atónito.

Tu pareja, tu hijo, tu madre… Cuando te confiesan su infelicidad te están haciendo partícipes de su dolor, creen que tienes la llave para salir de la desazón, confían en tu consejo o saben de la calidez de tu hombro.

Pero tú sientes que has fracasado, que en realidad te están queriendo decir algo más que esa íntima y personal confidencia. Te sientes culpable porque crees que lo que está fallando en su vida es justo la parte del recorrido que comparten contigo. No la que tiene que ver con sus amigos, su trabajo, sus estudios, sus inquietudes…

No. Si te lo dice a ti, si es a ti a quien ha elegido para hablar de su infelicidad es por algo. O simplemente, si no lo es, le quieres demasiado como para no asumir tu parte de responsabilidad, tu parte de la vida que compartís. Te sientes tan importante para esa persona que sientes que, si tú no le hubieras fallado en algo, no se sentiría mal.

Deja de mirar hacia dentro. Mírale. No te está reprochando nada. Sabe que le quieres y necesita que le ayudes a salir del bache. Ahora no importas tú, ni tus sentimientos de culpa, ni tu frustración. Importa esa infelicidad que quiere dejar de sentir. Y te ha elegido, precisamente a ti, para volver a sentir que, efectivamente, es primavera.


jueves, 14 de marzo de 2013

¿Te imaginas?



He empezado a escuchar la noticia. Apenas he oído las primeras palabras. Algo así como: “El ministro afirma que el crecimiento económico empezará en el segundo semestre”.

No sé si hablaba del PIB, de la producción en una fábrica andorrana o de Europa. Porque he desconectado, qué poco cuesta desconectar y cuánto cuesta mantener la atención, y me he encontrado intentando imaginar cómo serán las cosas cuando todo esto acabe. Porque algún día acabará, ¿no?

Al margen de la duda de si esto tendrá un final (feliz), de pronto me he sentido incapaz de imaginar cómo sería todo si las cosas se parecieran algún día a como eran antes.

Porque parece imposible sacar de nuestras vidas el resquemor, el mal humor y, si te empeñas, hasta el desamor. Nos hemos convertido en personas más grises, con el ceño fruncido, el corazón encogido y el pesimismo pegado a nuestros gastados zapatos.

Hablamos de que alguien ha encontrado un trabajo con la misma incredulidad con la que antes escuchábamos que a alguien le habían tocado millones en un sorteo extraordinario. Porque ahora lo extraordinario es poder llevar una vida normal, tener unos ingresos periódicos estables y hacer planes. Los que aún pueden hacer eso son los auténticos millonarios de este triste presente.

Ahora vivimos al día. Sin gastar más de la cuenta (eso está bien), pero sin dejar siquiera espacio para la ilusión. También entre despistes he oído que ya no compramos ni el coche con ilusión. Ahora se compra todo con cabeza (y con miedo, añadiría yo).

Y al habernos quitado la ilusión, la capacidad de hacer planes, la posibilidad de trabajar, nos han quitado mucho más que si nos hubieran quitado millones. La maldita coyuntura nos ha robado la capacidad de imaginar cómo sería llevar una vida normal, sin más carga que las tribulaciones de cada uno y los problemas que conlleva cada vida.

Por eso, al final de todas esas desconexiones entre noticia y noticia, he tenido que admitir que no puedo imaginar cómo sería todo si todo fuese simplemente normal.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Riesgo



El riesgo es inherente a la vida de muchas personas. Han introducido ese factor como estímulo necesario para salir adelante o encontrar un sentido a su existencia. Sin riesgo parece que su vida no tiene emoción y así la han convertido en una suerte de montaña rusa. O en un sinvivir para quienes les quieren, según se mire.
 
Aventureros, pilotos, deportistas extremos, astronautas… Al final todos tienen en su vida un algo que a los menos temerarios (o más ordinarios) nos provoca, al tiempo, cierto aire de suficiencia (“Para qué se meten en semejantes berenjenales”) y de envidia (“Ojalá alguna vez pudiera vivir una situación tan intensa”).

Pero siempre tiene que haber alguien que quiera llegar más lejos, ir más rápido, volar más alto, encontrar el rincón más escondido… Esta vanguardia de hombres valientes son los que hacen que la humanidad evolucione y que el hombre no se conforme con el aquí y ahora. 

Luego están los otros. Los que se deciden a correr riesgos innecesarios para lograr ser “lo más”  en esta sociedad: famosos gracias a sus proezas televisivas. Y estos otros son muchos.

Antes era suficiente con ser promiscuo, procaz, descarado y deslenguado. Pero esos modelos ya se están agotando y los talent show requieren de alguna habilidad, así que la evolución necesaria para no perder comba para los que no saben hacer nada en concreto son los reality de riesgo.

Con el referente la isla de las hambrunas, hasta el paradigma del zanganerío,  los granderhermanos,  ha incorporado el peligro para hacer más llamativa su oferta. Resultado: dos brazos rotos en el primer programa, antes de entrar en la casa de los horrores. Después, más de lo de antes. Resultado: se acabó la hegemonía y los programas de famosos que se lanzan al vacío (o casi) en bañador han pasado por encima de GH.

¿Morbo por verlos en bikini? Qué va. Si a la mayoría los hemos visto en pelotas. La audiencia los ve esperando que se partan la crisma en un salto de trampolín. Riesgo innecesario e improductivo. Esto es lo que gusta.

miércoles, 27 de febrero de 2013

Tecnicolor



Erase una vez un país en el que todo era luz y color. Quien más, quien menos, cualquiera se calzaba un coche de tecnología alemana y alta gama y disfrutaba de un hermoso domicilio pagado en cómodos plazos a treinta años, que no es nada.

En ese mundo en tecnicolor surgieron, ¡oh que ordinariez!, nuevos impuestos que incomodaban al más pintado. Pero ahí salió la vena hispánica: “defraudando, que es gerundio”. Y así se hizo: al finalizar cada trabajo profesional se generalizó la expresión: “¿Con factura?”. Porque, claro, la diferencia era pagar el IVA o no pagarlo. 

Y se cometió el pecado generalizado: que levante la mano quien nunca haya dejado de pagar a conciencia siquiera el IVA de cambiar un grifo, ¿alguien?, ¿nadie? Pues bien pocos. No hace falta un estudio de esos de “expertos afirman….”. 

Pero el país se iba decolorando y se extendió aquel juego de picaresca. Desde la inocencia de la sisa del ama de casa a la picardía profesionalizada de empresarios que hicieron del “sin IVA” una caja sin fondo. ¿O con fondo negro?

Porque a fuerza de no meter dinero en la caja de todos sino en la caja del dinero b, el país se fue haciendo igual de negro que el nombre de aquellos billetes que, de repente, dejaban el circuito legal para llevar una vida paralela.

En esa vida, unos pocos disfrutaban de lujos y placeres, los menos. Mientras, los más iban viendo como los colores de su vida, su entorno en tecnicolor, se parecía cada vez más al blanco y negro de las películas de Berlanga que al oro y oropeles de pocos años ha.

Y es así cómo las cajas con ese dinero negro han ido expandiendo su oscuridad por una sociedad que, por fin, se revuelve contra ese carácter patrio. Y a fuerza de ver en sus representantes su imagen proyectada, aumentada y deformada, se ha dado cuenta de que hubiera sido mucho más fácil mantener un país a todo color si no hubiéramos cogido el tentador atajo del dinero negro.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Válvulas



Salgo. Cojo el coche. Ya es de noche. Hace frío. Llueve a ratos. El día ha sido pesado. ¿Más de lo normal? No. A fin de cuentas, ¿qué es normal?

Parece que todo el mundo camina solo por la calle. Nadie habla con nadie e incluso los dedos no se deslizan por pantallas de smartphones a causa del frío. Para acabar con esa sensación de infinita soledad, acuciada, sin duda, por el cansancio, pongo la radio.

Cruza ante mi vista un corredor, desafiando a la noche, al frío y al día duro que precede a su carrera sin meta. La casualidad, ¿existe?, pone la banda sonora: empieza a sonar en una cadena de viejos éxitos Eye of the tiger

Y entonces toda la perspectiva cambia y la calle se convierte en una puesta en escena preparada para el corredor. ¿Qué es lo que le anima a salir a estas horas? ¿Con un tiempo de perros y sin buscar, evidentemente, ninguna medalla olímpica?

El pundonor, el sentirse mejor, saber que hoy va a hacer algo para sí mismo y que le apetece. Sin recibir órdenes, sin sentirse presionado por presupuestos o plazos. Solo porque quiere y porque es el tiempo que tiene para él. Aunque fuera llueva, aunque el sofá le llama a gritos mientras se ata las zapatillas, aunque el cansancio atenaza sus piernas, ha sido más fuerte su necesidad de escapar y de sentirse libre.
Muchos han encontrado en el deporte urbano esa válvula de escape que les permite huir de la rutina, de los “más de lo mismo” de cada día y, de paso, coger fondo y forma, algo que no está de más visto lo visto.

Se va acabando la canción y otros corredores han ido tomando el relevo al que apareció con los primeros compases. De momento, habrá que conformarse con mirarlos desde el coche y ponerles la banda sonora. El tiempo dirá si algún día acabamos al otro lado del parabrisas. El lado de los valientes.

jueves, 14 de febrero de 2013

Te quiero




Una niña. Sola en un portal. Esperando con el anorak puesto, una mochila y una maleta. Típica estampa de custodia compartida. Llama al timbre. Quizás por segunda vez. “Sí, sí”, suena una voz de hombre, impaciente, despistada. “Papá, te quiero”, lanza la niña su mensaje. No le escucha. “Ya bajo”, obtiene como única y apresurada respuesta. 

Estaba oscuro. No pude ver cara de la niña. Tal vez su ingenuidad le ayudó a superar la tristeza  que nos embarga incluso al leerlo. O tal vez estaba ya está acostumbrada a la decepción.


Lástima de ese “Te quiero” perdido. Lástima de esa niña que no ha podido escuchar siquiera un socorrido, y quizás algo vacío, “Yo también”.


Hoy es el día de los “te quiero”. Estandarizados, embotellados, enlatados, encorsetados… Pero “te quiero”, a fin de cuentas.


Lástima que haya que buscar un día en el calendario para regalar bombones, mandar flores, preparar una velada especial. Lástima que hoy sea día de grandes almacenes y corazones de cartón piedra. Lástima que hoy para algunos sea más duro soportar la soledad.


La niña de la maleta está superando su primera decepción frente a un “te quiero” perdido sin apenas darse cuenta. Quizás esté empezando a formar callo alrededor de las desilusiones que llegarán en el futuro y todo a partir de ese primer “te quiero” perdido en el viento.


Hoy es un día para recordar que amamos, que estamos ahí, que se puede contar con nosotros. Y para sentirse amado, saber que tenemos alguien ahí y que contamos con ese alguien. Pero ayer también lo fue, y mañana debería serlo.


Aunque hoy nos dejemos llevar por la borrachera almibarada y por la tentación de esa tarta con forma de corazón que lleva nuestro nombre, dejémonos llevar también mañana por ese entusiasmo, repitamos ese “te quiero” hasta que estemos seguros de que lo ha oído y permanezcamos bien atentos para nunca dejar morir en el aire un “te quiero”.