En estos días de ángeles caídos se oyen a nuestro alrededor
(cuando no somos nosotros mismos quienes lo decimos) toda clase de improperios
y malas palabras calificando a los que han perdido su poder. Ayer eran
emperadores de pírricos imperios y hoy no son más que perdedores.
Es cierto que siempre tuvieron críticos, pero las hordas de
aduladores que los auparon y mantuvieron en lo alto se diluyen al tiempo que su
poder desaparece por el desagüe del olvido.
Mientras dura ese viaje en espiral quedan al descubierto
otros personajes: los “arrepentidos”.
¿Quiénes son? Los antiguos falsos
aduladores (¿hay alguno que no sea falso?). Los profesionales del asentimiento,
de dar siempre la razón, de no cuestionar ni lo indefendible y aplaudir incluso
lo más ridículo. Sí, igual que los aduladores convencidos, pero con un carácter
totalmente mercenario y con afecciones que sistemáticamente se arriman al sol
que más calienta.
Dentro de este tipo de arrepentidos los hay más y menos
hábiles. Los hábiles se van despegando sigilosamente del nuevo apestado social
(su antes loado jefe) y con discreción van acercando posiciones en torno al
monarca emergente mientras forma su corte de validos (sin tilde: lo normal es
que no muchos sean válidos).
Los más imprudentes, ansiosos y deslenguados empiezan a
clamar ante todo el que quiera escucharles (y ante los sufridos que no tenemos
ningún interés) que el emperador caído en realidad iba desnudo, que sus trajes
italianos a medida no eran más que una mentira que todos sustentaban por
mantener sus favores o por el miedo de todo subordinado hacia el amo y señor de
los designios de su nómina.
Pero que él (el arrepentido) nunca comulgó realmente con el
defenestrado, que realmente siempre supo que bajo aquella supuesta magna
inteligencia tan públicamente alabada no había realmente nada extraordinario. Que
sabía que iba desnudo.
Y todo por no hablar de las prácticas de dudosa honestidad a
los que todos hacían oídos sordos pero que ahora seguro que destapará el nuevo
emperador que, este sí, es el bueno, magnánimo y con buenos trajes (que se paga
él mismo, faltaría).
Así es el ser humano: mantiene su hipocresía, sobre todo por
miedo y cuando hay nómina por medio, hasta que el amo de su destino pecuniario cambia.
Y, entonces, decide: olvida y pasa página o pierde los papeles descubriendo la
desnudez del emperador destronado.
Demasiado tarde.