Definitivamente, deben tener razón los amigos que dicen que
ando negativa en los últimos tiempos. Hablar del final de la fiesta justo este
jueves parece más de cascarrabias pesimista que de optimista patológico, desde
luego.
Pero la fiesta acabó el domingo por la noche. Me gusta el
fútbol, eso no impide que deteste los veinte minutos que dedica el informativo a
los morritos de Ronaldo o a las creencias religiosas de Neymar. Entre esta
sobredosis previa y la sacralización de la selección, aunque no puedo decir que
me alegre de que España perdiera el domingo, no puedo dejar de pensar que es
una excelente oportunidad para poner los pies en el suelo.
Nuestra reputación internacional no puede basarse solo en
los éxitos deportivos. Es estupendo que un país tenga deportistas de renombre,
pero ese honor no puede sustituir a lo que somos como pueblo o, si quieren,
como carácter.
Aragoneses, gallegos, catalanes, andaluces, vascos,
valencianos, madrileños… Me da igual, la marca España es algo más que fútbol,
flamenco, fiesta, siesta y marketing turístico. Ya se encargan los alemanes de
quitarnos la hora de la siesta (en Jaén a las tres me gustaría verlos trabajar
en plena canícula), pero que no nos quiten la esencia.
He comprobado que cuando uno sale fuera se encuentra con que
germánicos y anglosajones son muy serios en su trabajo… pero a las cinco se les
cae el boli y no esperes de ellos que te enseñen su país hasta altas horas de
la noche. A las diez, a casa. Distinto es el paño cuando ellos vienen: se
trabajan las doce horas propias de las machadas españolas (que los cafés los
compensamos sobradamente, oiga) y luego se les lleva a comer de verdad y a
conocer el país. Y mañana a las ocho arriba y a trabajar.
Seremos desordenados, caóticos y amantes de la fiesta. Pero también
creativos, currantes y eficientes. La fiesta
terminó y ahora hay que dar la talla. La daremos.