Muchos años llega esta semana y me da pena darme cuenta de
que la primavera ha pasado desapercibida y que, una vez más, la he
desaprovechado. Entre astenia, alergia y abulia se pierden la explosión vital,
el despertar de los sentidos y la orgía de colores. Vitalidad, sentidos y color
se camuflan hasta la extinción bajo esa sensación-expresión-comodín: “Voy
arrastrándome, será la primavera”. Y cuando el gingseng hace su efecto ya es
demasiado tarde: estamos encarando el verano.
Y vienen las lamentaciones y los “¿quién me ha robado el mes
de abril?”. Porque llegar los primeros
calores y empezar a añorar el mes de abril es todo uno. Eso sí, no nos
acordamos de que ha llovido (hasta nevado) hasta aburrirnos, que cuando paraba
de llover empezaba el viento y que en los intermedios el maldito polen nos
hacia estornudar hasta la extenuación.
¡Ay! Pero todo eso se olvida cuando viene el primer día de viento
sofocante del sur. Añoramos de la primavera lo que nunca fue (al menos este
año) e inventamos días que nunca acaecieron. Días de sol acariciante en campos
cubiertos de flores en los que los pajarillos despertaban de nuevo a la vida…
No. Esto no pasó realmente más que en nuestros deseos y en
nuestro pensamiento estereotipado sobre lo que es la primavera. Pero la
primavera peliculera de Central Park o de las montañas de Heidi poco tiene que ver
con los fríos y tristes días con los que nos ha obsequiado este trimestre en la
mayor parte de su discurrir.
Se acaba la primavera y este año no me apena. Me cuesta
tanto recordar una buena noticia, un dato esperanzador o siquiera un rayo de
sol oportuno que casi es un alivio poder
dejar a un lado la obligación de ver todo con el prisma bucólico y renovador con el que se supone que debemos filtrarlo
todo en esta estación.
Se va. Y, aunque sea solo por esta vez, me da igual. Adiós,
primavera, adiós.