jueves, 20 de junio de 2013

Adiós, primavera, adiós



Muchos años llega esta semana y me da pena darme cuenta de que la primavera ha pasado desapercibida y que, una vez más, la he desaprovechado. Entre astenia, alergia y abulia se pierden la explosión vital, el despertar de los sentidos y la orgía de colores. Vitalidad, sentidos y color se camuflan hasta la extinción bajo esa sensación-expresión-comodín: “Voy arrastrándome, será la primavera”. Y cuando el gingseng hace su efecto ya es demasiado tarde: estamos encarando el verano.

Y vienen las lamentaciones y los “¿quién me ha robado el mes de abril?”. Porque  llegar los primeros calores y empezar a añorar el mes de abril es todo uno. Eso sí, no nos acordamos de que ha llovido (hasta nevado) hasta aburrirnos, que cuando paraba de llover empezaba el viento y que en los intermedios el maldito polen nos hacia estornudar hasta la extenuación.

¡Ay! Pero todo eso se olvida cuando viene el primer día de viento sofocante del sur. Añoramos de la primavera lo que nunca fue (al menos este año) e inventamos días que nunca acaecieron. Días de sol acariciante en campos cubiertos de flores en los que los pajarillos despertaban de nuevo a la vida…
No. Esto no pasó realmente más que en nuestros deseos y en nuestro pensamiento estereotipado sobre lo que es la primavera. Pero la primavera peliculera de Central Park o de las montañas de Heidi poco tiene que ver con los fríos y tristes días con los que nos ha obsequiado este trimestre en la mayor parte de su discurrir.

Se acaba la primavera y este año no me apena. Me cuesta tanto recordar una buena noticia, un dato esperanzador o siquiera un rayo de sol oportuno que  casi es un alivio poder dejar a un lado la obligación de ver todo con el prisma bucólico y renovador  con el que se supone que debemos filtrarlo todo en esta estación.

Se va. Y, aunque sea solo por esta vez, me da igual. Adiós, primavera, adiós.

miércoles, 12 de junio de 2013

La otra orilla



Aún era un poco pequeña cuando un escritor novel ganó un premio literario con “La otra orilla de la droga”. A pesar de mi edad, mi madre, compró aquel libro y esa novela, unido a lo que veía a mi alrededor, me dieron una perspectiva de lo que podía suponer cruzar ciertos límites y qué podía encontrar al otro lado. No me pareció nada atractivo y siempre tuve claro que decir “no” no era la posición cobarde.

Con los años he visto a demasiadas personas próximas cruzar al otro lado como para banalizar o decir que se trata de una elección personal y que allá tú si te metes. Cierto es que hay un grado elevado de voluntariedad, pero la presión del entorno, la fragilidad de la personalidad en determinadas etapas o el gusto por ir al límite puede llevarnos a orillas que seguramente se parecen al infierno.

Estos días, sin embargo, he tenido la oportunidad de mirar de frente a quienes han cruzado a otro lugar indeseado sin pretenderlo jamás. He visto a personas que han atravesado momentos de dificultad y cuando su vida se ha puesto a la deriva la mala fortuna ha varado sus existencias en el lado incorrecto: el lado de la pobreza.

Mucho hemos visto y oído estos días sobre el hambre en España. Y han clamado dos voces: las de quienes mandan, insistiendo en airear los números de sus ayudas e intentando no mencionar el problema (no vaya a ser que en ellos resida parte de la culpa), y las de quienes suplican esa ayuda para los que viven, sin quererlo, al otro lado.

He visto a un hombre con los ojos llenos de lágrimas no porque él no puede comer sino porque cada día mira a la cara de familias que no tienen qué comer y él hoy tiene menos para darles. Afortunadamente, no todo está perdido. Muchos hemos oído y muchos han actuado. Hoy sigue habiendo pobres en España. Por desgracia, la situación no tiende a mejorar. Pero hoy hay muchas más personas que han visto que ese otro lado existe y han decidido ayudar en esa dura travesía. Tal vez porque te puede pasar a ti.

miércoles, 5 de junio de 2013

Un día de esos




Menuda nochecita. No sé si me ha despertado el ardor o el vecino de arriba. Tiene tres semanas, pero los pulmones son de todo un hombre. Justo lo que no voy a ser capaz de aparentar hoy en todo el día. Lo sé.

Me he levantado. Se me ha caído el café. El mío y el de Sole. He salido huyendo antes de que ella se diera cuenta de las dimensiones del desastre y que el café acabara salpicando sobre la discusión de anoche. Tal vez el mal día empezó en ese momento de mala noche… No sé.

Me voy al bar y me tomó, por fin, el café que espero que finalmente me convierta en persona. Se me atragantan las noticias del periódico: otros han dado la noticia antes y ahora a ver qué cara le pongo yo a mi jefe. Porque, esa es otra, vaya genio se está gastando en los últimos días…

Subo a la oficina con negras expectativas. La verdad es que tampoco pasa nada fuera de lo normal. Debo ser yo porque más de uno me ha dicho: “Manuel, mala noche, ¿eh?” y, la verdad, me he quedado con las ganas de contestar: “¡Pues sí! ¿Qué pasa?”. Afortunadamente, las fuerzas no han acudido a tiempo y he tenido una salida más honrosa.

Lo que faltaba. La misma petarda de siempre necesita este documento “para ayer”. Me contengo. Que se note que soy un tío educado.

Dejo pasar las horas mientras sorteo los múltiples inconvenientes que van pasando a base de hacer una redistribución del juego. Que sirvan para algo las horas que le he echado al fútbol.

Los alardes de estrategia me llevan al final del nefasto día. “¡Vaya día!”, me compadezco durante medio segundo hasta que empiezo a reírme. No ha sido más que un día más, solo que ha sido uno de esos días en los que no he sido capaz de reírme de mí mismo hasta última hora. Y ahí ha estado el fallo.